EL SOMBRERO DE TRES PICOS (VII)

de PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN

XXXIV

TAMBIÉN LA CORREGIDORA ES GUAPA

Salido que hubieron de la sala el Corregidor y el tío Lucas, sentóse de nuevo la Corregidora en el sofá, colocó a su lado a la señá Frasquita, y, dirigiéndose a los domésticos y ministriles que obstruían la puerta, les dijo con afable sencillez:

–¡Vaya, muchachos!... Contad ahora vosotros a esta excelente mujer todo lo malo que sepáis de mí.

Avanzó el cuarto estado, y diez voces quisieron hablar a un mismo tiempo; pero el ama de leche, como la persona que más alas tenía en la casa, impuso silencio a los demás, y dijo de esta manera:

–Ha de saber usted, señá Frasquita, que estábamos yo y mi Señora esta noche al cuidado de los niños, esperando a ver si venía el amo y rezando el tercer rosario para hacer tiempo (pues la razón traída por Garduña había sido que andaba el señor Corregidor detrás de unos facinerosos terribles, y no era cosa de acostarse hasta verlo entrar sin novedad), cuando sentimos ruido de gente en la alcoba inmediata, que es donde mis señores tienen su cama de matrimonio. Cogimos la luz, muertas de miedo, y fuimos a ver quién andaba en la alcoba, cuando, ¡ay, Virgen del Carmen!, al entrar vimos que un hombre, vestido como mi señor, pero que no era él (¡como que era su marido de usted!), trataba de esconderse debajo de la cama. "¡Ladrones!", principiamos a gritar desaforadamente y un momento después la habitación estaba llena de gente, y los alguaciles sacaban arrastrando de su escondite al fingido Corregidor. Mi Señora, que, como todos, había reconocido al tío Lucas, y que lo vio con aquel traje, temió que hubiese matado al amo, y empezó a dar unos lamentos que partían las piedras... "¡A la cárcel! ¡A la cárcel!", decíamos entre tanto los demás. "¡Ladrón! ¡Asesino!", era la mejor palabra que oía el tío Lucas; y así es que estaba como un difunto, arrimado a la pared, sin decir esta boca es mía. Pero viendo luego que se lo llevaban a la cárcel, dijo... lo que voy a repetir, aunque verdadaderamente mejor sería para callado: "Señora, yo no soy ladrón ni asesino: el ladrón y el asesino... de mi honra está en mi casa, acostado con mi mujer".

–¡Pobre Lucas!–suspiró la señá Frasquita.

–¡Pobre de mí!–murmuró la Corregidora tranquilamente.

–Eso dijimos todos... "¡Pobre tío Lucas y pobre Señora!" Porque... la verdad, señá Frasquita, ya teníamos idea de que mi señor había puesto los ojos en usted..., y aunque nadie se figuraba que usted...

–¡Ama!–exclamó severamente la Corregidora–. ¡No siga usted por ese camino!...

–Continuaré yo por el otro...–dijo un alguacil, aprovechando aquella coyuntura para apoderarse de la palabra–. El tío Lucas (que nos engañó de lo lindo con su traje y su manera de andar cuando entró en la casa, tanto, que todos lo tomamos por el señor Corregidor) no había venido con muy buenas intenciones que digamos, y si la Señora no hubiera estado levantada..., figúrese usted lo que habria sucedido...

–¡Vamos! ¡Cállate tú también!–interrumpió la cocinera–. ¡No estás diciendo mas que tonterías! Pues, si, señá Frasquita: el tío Lucas, para explicar su presencia en la alcoba de mi ama, tuvo que confesar las intenciones que traía... ¡Por cierto que la Señora no se pudo contener al oírlo, y le arrimó una bofetada en medio de la boca que le dejó la mitad de las palabras dentro del cuerpo! Yo misma lo llené de insultos y denuestos, y quise sacarle los ojos... Porque ya conoce usted, señá Frasquita, que, aunque sea su marido de usted, eso de venir con sus manos lavadas...

–¡Eres una bachillera!–gritó el portero, poniéndose delante de la oradora–. ¿Qué más hubieras querido tú?... En fin, señá Frasquita: oigame usted a mí, y vamos al asunto. La Señora hizo y dijo lo que debía...; pero luego, calmado ya su enojo, compadecióse del tío Lucas y paró mientes en el mal proceder del señor Corregidor, viniendo a pronunciar estas o parecidas palabras; "Por infame que haya sido su pensamiento de usted, tío Lucas, y aunque nunca podré perdonar tanta insolencia, es menester que su mujer de usted y mi esposo crean durante algunas horas que han sido cogidos en sus propias redes, y que usted auxiliado por ese disfraz, les ha devuelto afrenta por afrenta. ¡Ninguna venganza mejor podemos tomar de ellos que este engaño, tan fácil de desvanecer cuando nos acomode!" Adoptada tan graciosa resolución, la Señora y el tío Lucas nos aleccionaron a todos de lo que teníamos que hacer y decir cuando volviese Su Señoría; ¡y por cierto que yo le he pegado a Sebastián Garduña tal palo en la rabadilla, que creo no se le olvidará en mucho tiempo la noche de San Simón y San Judas!...

Cuando el portero dejó de hablar, ya hacía rato que la Corregidora y la Molinera cuchicheaban al oído, abrazándose y besándose a cada momento, y no pudiendo en ocasiones contener la risa.

¡Lástima que no se oyera lo que hablaban!... Pero el lector se lo figurará sin gran esfueno; y si no el lector, la lectora.

XXXV

DECRETO IMPERIAL

Regresaron en esto a la sala el Corregidor y el tío Lucas, vestido cada cual con su propia ropa.

–,Ahora me toca a mí!–entró diciendo el insigne don Eugenio de Zúñiga.

Y después de dar en el suelo un par de bastonazos como para recobrar su energía (a guisa de Anteo oficial, que no se sentía fuerte hasta que su caña de Indias tocaba en la tierra), díjole a la Corregidora con un énfasis y una frescura indescriptibles:

–¡Merceditas..., estoy esperando tus explicaciones!... Entre tanto, la Molinera se había levantado y le tiraba al tío Lucas un pellizco de paz, que le hizo ver estrellas, mirándolo al mismo tiempo con desenojados y hechiceros ojos.

El Corregidor, que observara aquella pantomima, quedóse hecho una pieza, sin acertar a explicarse una reconciliación tan inmotivada.

Dirigióse, pues, de nuevo a su mujer, y le dijo, hecho un vinagre:

–¡Señoral ¡Todos se entienden menos nosotros! Sáqueme usted de dudas... ¡Se lo mando como marido y como Corregidor!

Y dio otro bastonazo en el suelo.

–¿Conque se marcha usted?–exclamó doña Mercedes, acercándose a la señá Frasquita y sin hacer caso de don Eugenio–. Pues vaya usted descuidada, que este escándalo no tendrá ningunas consecuencias. ¡Rosa!: alumbra a estos señores, que dicen que se marchan... Vaya usted con Dios, tío Lucas.

–¡Oh. . no!–gritó el de Zúñiga, interponiéndose–. ¡Lo que es el tío Lucas no se marcha! ¡El tío Lucas queda arrestado hasta que sepa yo toda la verdad . ¡Hola, alguaciles! ¡Favor al Rey! . . .

Ni un solo ministro obedeció a don Eugenio. Todos miraban a la Corregidora.

–¡A ver, hombre! ¡Deja el paso libre!–añadió ésta, pasando casi sobre su marido y despidiendo a todo el mundo con la mayor finura; es decir, con la cabeza ladeada, cogiéndose la falda con la punta de los dedos y agachandose graciosamente hasta completar la reverencia que a la sazón estaba de moda, y que se llamaba la pompa.

–Pero yo... Pero tú... Pero nosotros... Pero aquellos...–seguía mascullando el vejete, tirándole a su mujer del vestido y perturbando sus cortesías mejor iniciadas.

¡Inútil aíán! ¡Nadie hacía caso de Su Señoría!

Marchado que se hubieron todos, y solos ya en el salón los desavenidos conyuges, la Corregidora se dignó al fin decirle a su esposo, con el acento que hubiera empleado una Czarina de todas las Rusias para fulminar sobre un ministro caído la orden de perpetuo destierro a la Siberia.

–Mil años que vivas, ignorarás lo que ha pasado esta noche en mi alcoba. Si hubieras estado en ella, como era regular, no tendrías necesidad de preguntárselo a nadie. Por lo que a mí toca, no hay ya, ni habrá jamás, razón ninguna que me obligue a satisfacerte, pues te desprecio de tal modo, que si no fueras el padre de mis hijos, te arrojaría ahora mismo por ese balcón, como te arrojo para slempre de mi dormitorio. Conque buenas noches, caballero.

Pronunciadas estas palabras, que don Eugenio oyó sin pestañear (pues lo que es a solas no se atrevía con su mujer), la Corregidora penetró en el gabinete, y del gabinete pasó a la alcoba, cerrando las puertas detrás de sí, y el pobre hombre se quedó plantado en medio de la sala, murmurando entre encías (que no entre dientes) y con un cinismo de que no habrá habido otro ejemplo.

–¡Pues, señor, no esperaba yo escapar tan bien!... ¡Garduña me buscará acomodo!

XXXVI

CONCLUSIÓN, MORALEJA Y EPÍLOGO

Piaban los pajarillos saludando el alba cuando el tío Lucas y la señá Frasquita salían de la ciudad con dirección a su molino.

Los esposos iban a pie, y delante de ellos caminaban apareadas las dos burras.

–El domingo tienes que ir a confesar (le decía la Molinera a su marido) pues necesitas limpiarte de todos tus malos juicios y criminales propósitos de esta noche...

–Has pensado muy bien...–contestó el Molinero–. Pero tú, entre tanto, vas a hacerme otro favor, y es dar a los pobres los colchones y ropa de nuestra cama, y ponerla toda de nuevo. ¡Yo no me acuesto donde ha sudado aquel bicho venenoso!

–¡No me lo nombres, Lucas!–replicó la señá Frasquita–. Conque hablemos de otra cosa. Quisiera merecerte un segundo favor...

–Pide por esa boca...

–El verano que viene vas a llevarme a tomar los baños del Solán de Cabras

–¿Para qué?

–Para ver si tenemos hijos.

–¡Felicísima idea! Te llevaré, si Dios nos da vida.

Y con esto llegaron al molino, a punto que el sol, sin haber salido todavía, doraba ya las cúspides de las montañas.

... ... ... ...

A la tarde, con gran sorpresa de los esposos, que no esperaban nuevas visitas de altos personajes después de un escándalo como el de la precedente noche, concurrió al molino más señorío que nunca. El venerable Prelado, muchos Canónigos, el Jurisconsulto, dos Priores de frailes y otras vanas personas (que luego se supo habían sido convocadas allí por Su Señoría Ilustrísima) ocuparon materialmente la plazoletilla del emparrado.

Sólo faltaba el Corregidor.

Una vez reunida la tertulia, el señor Obispo tomó la palabra, y dijo: que, por lo mismo que habían pasado ciertas cosas en aquella casa, sus Canónigos y él seguirían yendo a ella lo mismo que antes, para que ni los honrados Molineros ni las demás personas allí presentes participasen de la censura púbhca, sólo merecida por aquél que había profanado con su torpe conducta una reunión tan morigerada y tan honesta. Exhortó paternalmente a la señá Frasquita para que en lo sucesivo fuese menos provocativa y tentadora en sus dichos y ademanes, y procurase llevar más cubiertos los brazos y más alto el escote del jubón; aconsejó al tío Lucas más desinterés, mayor circunspección y menos inmodestia en su trato con los superiores; y acabó dando la bendición a todos y diciendo: que como aquel día no ayunaba, se comería con mucho gusto un par de ramos de uvas.

Lo mismo opinaron todos... respecto de este último particular..., y la parra se quedó temblando aquella tarde. ¡En dos arrobas de uvas apreció el gasto el Molinero!

... ... ... ...

Cerca de tres años continuaron estas sabrosas reuniones, hasta que, contra la previsión de todo el mundo, entraron en España los ejércitos de Napoleón y se armó la Guerra de la Independencia.

El señor Obispo, el Magistral y el Penitenciario murieron el año de 8, y el Abogado y los demás contertulios en los de 9, 10, 11 y 12, por no poder sufrir la vista de los franceses, polacos y otras alimañas que invadieron aquella tierra, ¡y que fumaban en pipa, en el Presbiterio de las iglesias, durante la Misa de la tropa!

El Corregidor, que nunca más tornó al molino, fue destituido por un Mariscal francés, y murió en la Cárcel de Corte, por no haber querido ni un solo instante (dicho sea en honra suya) transigir con la dominación extranjera.

Doña Mercedes no se volvió a casar, y educó perfectamente a sus hijos, retirándose a la vejez a un convento, donde acabó sus días en opinión de Santa.

Garduña se hizo afrancesado.

El señor Juan López fue guerrillero, mandó una partida, y murió, lo mismo que su alguacil, en la famosa batalla de Baza, después de haber matado muchísimos franceses.

Finalmente: el tío Lucas y la señá Frasquita (aunque no llegaron a tener hijos, a pesar de haber ido al Solán de Cabras y de haber hecho muchos votos y rogativas) siguieron siempre amándose del propio modo, y alcanzaron una edad muy avanzada, viendo desaparecer el Absolutismo en 1812 y 1820, y reaparecer en 1814 y 1823, hasta que, por último, se estableció de veras el sistema Constitucional a la muerte del Rey Absoluto, y ellos pasaron a mejor vida (precisamente al estallar la Guerra Civil de los Siete años), sin que los sombreros de copa que ya usaba todo el mundo pudiesen hacerles olvidar aquellos tiempos simbolizados por el sombrero de tres picos.

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