EL SOMBRERO DE TRES PICOS (VI)

de PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN

XXXI

LA PENA DEL TALIÓN

–¡Mercedes!–exclamó el Corregidor al comparecer delante de su esposa.

–¡Hola, tío Lucas! ¿Usted por aquí?–díjole la Corregidora, interrumpiéndole–. ¿Ocurre alguna desgracia en el molino?

–¡Señora, no estoy para chanzas!–repuso el Corregidor hecho una fiera–. Antes de entrar en explicaciones por mi parte, necesito saber qué ha sido de mi honor...

–¡Esa no es cuenta mía! ¿Acaso me lo ha dejado usted a mí en depósito?

–Sí, señora... ¡A usted!–replicó don Eugenio–. ¡Las mujeres son las depositarias del honor de sus maridos!

–Pues entonces, mi querido tío Lucas, pregúntele usted a su mujer... Precisamente nos está escuchando.

La señá Frasquita, que se había quedado a la puerta del salón, lanzó una especie de rugido.

–Pase usted, señora y siéntese...–añadió la Corregidora, dirigiéndose a la Molinera con dignidad soberana.

Y, por su parte, encaminóse al sofá.

La generosa navarra supo comprender, desde luego, toda la grandeza de la actitud de aquella esposa injuriada..., e injuriada acaso doblemente... Así es que, alzándose en el acto a igual altura, dominó sus naturales ímpetus, y guardó un silencio decoroso. Esto sin contar con que la señá Frasquita, segura de su inocencia y de su fuerza, no tenía prisa de defenderse: teníala, sí, de acusar, mucha..., pero no ciertamente a la Corregidora. ¡Con quien ella deseaba ajustar cuentas era con el tío Lucas... y el tío Lucas no estaba allí!

–Señá Frasquita...–repitió la noble dama, al ver que la Molinera no se había movido de su sitio–: le he dicho a usted que puede pasar y sentarse.

Esta segunda indicación fue hecha con voz más afectuosa y sentida que la primera... Dijérase que la Corregidora había adivinado también por instinto, al fijarse en el reposado continente y en la varonil hermosura de aquella mujer, que no iba a habérselas con un ser bajo y despreciable, sino quizá más bien con otra infortunada como ella; ¡infortunada, sí, por el solo hecho de haber conocido al Corregidor!

Cruzaron, pues, sendas miradas de paz y de indulgencia aquellas dos mujeres que se consideraban dos veces rivales, y notaron con gran sorpresa que sus almas se aplacieron la una en la otra, como dos hermanas que se reconocen.

No de otro modo se divisan y saludan a lo lejos las castas nieves de las encumbradas montañas.

Saboreando estas dulces emociones, la Molinera entró majestuosamente en el salón, y se sentó en el filo de una silla.

A su paso por el molino, previendo que en la ciudad tendría que hacer visitas de importancia, se había arreglado un poco y puéstose una mantilla de franela negra, con grandes felpones, que le sentaba divinamente. Parecía toda una señora.

Por lo que toca al Corregidor, dicho se está que había guardado silencio durante aquel episodio. El rugido de la señá Frasquita y su aparición en la escena no habían podido menos de sobresaltarlo. ¡Aquella mujer le causaba ya más terror que la suya propia!

–Conque vamos, tío Lucas...–prosiguió doña Mercedes, dirigiéndose a su marido–. Ahí tiene usted a la señá Frasquita... ¡Puede usted volver a formular demanda! ¡Puede usted preguntarle aquello de su honra!

–Mercedes, ¡por los clavos de Cristo!–gritó el Corregidor–. ¡Mira que tú no sabes de lo que soy capaz! ¡Nuevamente te conjuro a que dejes la broma y me digas todo lo que ha pasado aquí durante mi ausencia! ¿Dónde está ese hombre?

–¿Quién? ¿Mi marido?... Mi marido se está levantando, y ya no puede tardar en venir.

–¡Levantándose!–bramó don Eugenio.

–¿Se asombra usted? ¿Pues dónde quería usted que estuviese a estas horas hombre de bien sino en su casa, en su cama y durmiendo con su legítima consorte como manda Dios?

–¡Merceditas! ¡Ve lo que te dices! ¡Repara en que nos están oyendo! ¡Repara en que soy el Corregidor!...

–¡A mí no me dé usted voces, tío Lucas, o mandaré a los alguaciles que lo lleven a la cárcel!–replicó la Corregidora, poniéndose de pie.

–¡Yo a la cárcel! ¡Yo! ¡El Corregidor de la ciudad!

–El Corregidor de la ciudad, el representante de la Justicia, el apoderado del Rey–repuso la gran señora con una severidad y una energía que ahogaron la voz del fingido Molinero–llegó a su casa a la hora debida, a descansar de las nobles tareas de su oficio, para seguir mañana amparando la honra y la vida de los ciudadanos, la santidad del hogar y el recato de las mujeres, impidiendo de este modo que nadie pueda entrar, disfrazado de Corregidor ni de ninguna otra cosa, en la alcoba de la mujer ajena; que nadie pueda sorprender a la virtud de su descuidado reposo; que nadie pueda abusar de su casto sueño...

–¡Merceditas! ¿Qué es lo que profieres?–silbó el Corregidor con labios y encías–. ¡Si es verdad que ha pasado en mi casa, diré que eres una picara, una pérfida, una licenciosa!

–¿Con quién habla este hombre?–prorrumpió la Corregidora desdeñosamente y pasando la vista por todos los circunstantes–. ¿Quién es este loco? ¿Quién es este ebrio ?... ¡Ni siquiera puedo ya creer que sea un honrado molinero como el tío Lucas, a pesar de que viste su traje de villano! SeñorJuan López, créame usted–continuó, encarándose con el alcalde de monterilla, que estaba aterrado–: mi marido, el Corregidor de la ciudad, llegó a esta su casa hace dos horas, con su sombrero de tres picos, su capa de grana, su espadín de caballero y su bastón de autoridad... Los criados y alguaciles que me escuchan se levantaron, y lo saludaron al verlo pasar por el portal, por la escalera y por el recibimiento. Cerráronse en seguida todas las puertas, y desde entonces no ha penetrado nadie en mi hogar hasta que llegaron ustedes. ¿Es esto cierto! Responded vosotros.

–¡Es verdad! ¡Es muy verdad!–contestaron la nodriza, los domésticos y los ministriles; todos los cuales, agrupados a la puerta del salón, presenciaban aquella singular escena.

–¡Fuera de aquí todo el mundo!–gritó don Eugenio, echando espumarajos de rabia–. ¡Garduña! ¡Garduña! ¡Ven y prende a estos viles que me están faltando al respeto! ¡Todos a la cárcel! ¡Todos a la horca!

Garduña no parecía por ningun lado.

–Además, señor...–continuó doña Mercedes, cambiando de tono y dignándose ya mirar a su marido y tratarle como a tal, temerosa de que las chanzas llegaran a irremediables extremos–. Supongamos que usted es mi esposo... Supongamos que usted es don Eugenio de Zúñiga y Ponce de León...

–¡Lo soy!

–Supongamos, además, que me cupiese alguna culpa en haber tomado por usted al hombre que penetró en mi alcoba vestido de Corregidor...

–¡Infames!–gritó el viejo, echando mano a la espada, y encontrándose sólo con el sitio, o sea con la faja del molinero murciano.

La navarra se tapó el rostro con un lado de la mantilla para ocultar las llamaradas de sus celos.

–Supongamos todo lo que usted quiera...–continuó doña Mercedes con una impasibilidad inexplicable. Pero dígame usted ahora, señor mío: ¿Tendría usted derecho a quejarse? ¿Podría usted acusarme como fiscal? ¿Podría usted sentenciarme como juez? ¿Viene usted de confesar? ¿Viene usted de oír misa? ¿O de dónde viene usted con ese traje? ¿De dónde viene usted con esa señora? ¿Dónde ha pasado usted la mitad de la noche?

–Con permiso...–exclamó la señá Frasquita, poniéndose de pie como empujada por un resorte y atravesándose arrogantemente entre la Corregidora y su marido.

Éste, que iba a hablar, se quedó con la boca abierta al ver que la navarra entraba en fuego.

Pero doña Mercedes se anticipó, y dijo:

–Señora, no se fatigue usted en darme a mí explicaciones... ¡Yo no se las pido a usted, ni mucho menos! Allí viene quien puede pedírselas a justo título... ¡Entiéndase usted con él!

Al mismo tiempo se abrió la puerta de un gabinete y apareció en ella el tío Lucas, vestido de Corregidor de pies a cabeza, y con bastón, guantes y espadín como si se presentase en las Salas de Cabildo.

XXXII

LA FE MUEVE LAS MONTAÑAS

–Tengan ustedes muy buenas noches–pronunció el recién llegado, quitándose el sombrero de tres picos, y hablando con la boca sumida, como solía don Eugenio de Zúñiga.

En seguida se adelantó por el salón, balanceándose en todos sentidos, y fue a besar la mano de la Corregidora.

Todos se quedaron estupefactos. El parecido del tío Lucas con el verdadero Corregidor era maravilloso.

Así es que la servidumbre, y hasta el mismo señor Juan López, no pudieron contener la carcajada.

Don Eugenio sintió aquel nuevo agravio, y se lanzó sobre el tío Lucas como un basilisco.

Pero la señá Frasquita metió el montante, apartando al Corregidor con el brazo de marras, y Su Señoría, en evitación de otra voltereta y del consiguiente ludibrio se dejó atropellar sin decir oxte ni moxte. Estaba visto que aquella mujer había nacido para domadora del pobre viejo.

El tío Lucas se puso más pálido que la muerte al ver que su mujer se le acercaba; pero luego se dominó, y, con una risa tan horrible que tuvo que llevarse la mano al corazón para que no se le hiciese pedazos, dijo, remedando siempre al Corregidor:

–¡Dios te guarde, Frasquita! ¿Le has enviado ya a tu sobrino el nombramiento?

¡Hubo que ver entonces a la navarra! Tiróse la mantilla atrás, levantó la frente con soberanía de leona, y clavando en el falso Corregidor dos ojos como dos puñales:

–¡Te desprecio, Lucas!–le dijo en mitad de la cara.

Todos creyeron que le había escupido.

¡Tal gesto, tal ademán y tal tono de voz acentuaron aquella frase!

El rostro del Molinero se transfiguró al oír la voz de su mujer. Una especie de inspiración semejante a la de la fe religiosa, había penetrado en su alma, inundándola de luz y de alegría... Así es que, olvidándose por un momento de cuanto había visto y creído ver en el molino, exclamó con las lágrimas en los ojos y la sinceridad en los labios:

–¿Conque tú eres mi Frasquita?

–¡No.!–respondió la navarra fuera de sí–. ¡Yo no soy ya tu Frasquita! Yo soy... ¡Pregúntaselo a tus hazañas de esta noche, y ellas te dirán lo que has hecho del corazón que tanto te quería!...

Y se echó a llorar, como una montaña de hielo que se hunde, y principia a derretirse.

La Corregidora se adelantó hacia ella sin poder contenerse, y la estrechó en sus brazos con el mayor cariño.

La señá Frasquita se puso entonces a besarla, sin saber tampoco lo que se hacía, diciéndole entre sus sollozos, como una niña que busca el amparo de su madre:

–¡Señora, señora! ¡Qué desgraciada soy!

–¡No tanto como usted se figura!–contestábale la Corregidora, llorando tambien generosamente.

–¡Yo sí que soy desgraciado!–gemía al mismo tiempo el tío Lucas, andando a puñetazos con sus lágrimas, como avergonzado de verterlas.

–Pues ¿y yo?–prorrumpió al fin don Eugenio, sintiéndose ablandado por el contagioso lloro de los demás, o esperando salvarse también por la vía húmeda; quiero decir, por la vía del llanto–. ¡Ah, yo soy un pícaro!, ¡un monstruo!, ¡un calavera deshecho, que ha llevado su merecido!

Y rompió a berrear tristemente abrazado a la barriga del señor Juan López.

Y este y los criados lloraban de igual manera, y todo parecía concluido, y, sin embargo, nadie se había explicado.

XXXIII

PUES ¿Y TU?

El tío Lucas fue el primero que salió a flote en aquel mar de lágrimas.

Era que empezaba a acordarse otra vez de lo que había visto por el ojo de la llave.

–¡Señores, vamos a cuentas!...–dijo de pronto.

–No hay cuentas que valgan, tío Lucas...–exclamó la Corregidora–. ¡Su mujer de usted es una bendita!

–Bien... sí...; pero...

–¡Nada de pero!... Déjela usted hablar, y verá como se justifica. Desde que la vi, me dio el corazón que era una santa, a pesar de todo lo que usted me había contado...

–¡Bueno; que hable!–dijo el tío Lucas.

–¡Yo no hablo!–contestó la Molinera–. ¡El que tiene que hablar eres tú!. .. Porque la verdad es que tú...

Y la señá Frasquita no dijo más, por impedírselo el invencible respeto que le inspiraba la Corregidora.

–Pues ¿y tú?–respondió el tío Lucas perdiendo de nuevo toda fe.

–Ahora no se trata de ella...–gritó el Corregidor, tornando también a sus celos–. ¡Se trata de usted y de esta señora! ¡Ah, Merceditas!... ¿Quién había de decirme que tú ?. . .

–Pues ¿y tú.?–repuso la Corregidora midiéndolo con la vista.

Y durante algunos momentos los dos matrimonios repitieron cien veces las mismas frases:

–¿Y tú?

–¿Pues y tú ?

–¡Vaya que tú!

–¡No que tú!

–Pero ¿cómo has podido tú?...

Etcétera, etc. etc.

La cosa hubiera sido interminable si la Corregidora, revistiéndose de dignidad, no dijese por último a don Eugenio:

–¡Mira cállate tú ahora! Nuestra cuestión particular la ventilaremos más adelante. Lo que urge en este momento es devolver la paz al corazón del tío Lucas, cosa muy fácil a mi juicio, pues allí distingo al señor Juan López y a Toñuelo, que están saltando por justificar a la señá Frasquita...

–¡Yo no necesito que me justifiquen los hombres!–respondió esta–. Tengo dos testigos de mayor crédito a quien no se dirá que he seducido ni sobornado...

–¿Y dónde están?–preguntó el Molinero.

–Están abajo, en la puerta...

–Pues diles que suban, con permiso de esta señora.

–Las pobres no pueden subir...

–¡Ah! ¡Son dos mujeres!... ¡Vaya un testimonio fidedigno!

–Tampoco son dos mujeres. Solo son dos hembras...

–¡Peor que peor! ¡Serán dos niñas!... Hazme el favor de dearme sus nombres.

–La una se llama Piñona y la otra Liviana...

–¡Nuestras dos burras! Frasquita: ¿te estás riendo de mí?

–No, que estoy hablando muy formal. Yo puedo probarte con el testimonio de nuestras burras, que no me hallaba en el molino cuando tú viste en él al señor Corregidor.

–¡Por Dios te pido que te expliques!...

–¡Oye, Lucas!..., y muérete de vergüenza por haber dudado de mi honradez. Mientras tú ibas esta noche desde el lugar a nuestra casa, yo me dirigía desde nuestra casa al lugar, y, por consiguiente, nos cruzamos en el camino. Pero tú marchabas fuera de él, o, por mejor decir, te habías detenido a echar unas yescas en medio de un sembrado...

–¡Es verdad que me detuve!... Continúa.

–En esto rebuznó tu borrica...

–¡Justamente! ¡Ah, qué feliz soy!... ¡Habla, habla; que cada palabra tuya me devuelve un año de vida!

–Y a aquel rebuzno contestó otro en el camino...

–¡Oh!, sí..., sí. . . ¡Bendita seas! ¡Me parece estarlo oyendo!

–Eran Liviana y Piñona, que se habían reconocido y se saludaban como buenas amigas, mientras que nosotros dos ni nos saludamos ni nos reconocimos...

–¡No me digas más! ¡No me digas más!...

–Tan no nos reconocimos–continuó la sená Frasquita–, que los dos nos asustamos y salimos huyendo en direcciones contrarias... ¡Conque ya ves que yo no estaba en el molino! Si quieres saber ahora por qué encontraste al señor Corregidor en nuestra cama, tienta esas ropas que llevas puestas, y que todavía estarán húmedas, y te lo dirán mejor que yo. ¡Su Señoría se cayó al caz del molino, y Garduña lo desnudó y lo acostó allí! Si quieres saber por qué abrí la puerta..., fue porque creí que eras tú el que se ahogaba y me llamaba a gritos. Y, en fin, si quieres saber lo del nombramiento... Pero no tengo más que decir por la presente. Cuando estemos solos te enteraré de éste y otros particulares... que no debo referir delante de esta señora.

–¡Todo lo que ha dicho la señá Frasquita es la pura verdad!–gritó el señor Juan López, deseando congraciarse con doña Mercedes, visto que ella imperaba en el Corregimlento.

–¡Todo! ¡Todo!–añadió Toñuelo, siguiendo la corriente a su amo.

–¡Hasta ahora..., todo!–agregó el Corregidor muy complacido de que las explicaciones de la navarra no hubieran ido más lejos...

–¡Conque eres inocente!–exclamaba en tanto el tío Lucas, rindiéndose a la evidencia–. ¡Frasquita mía, Frasquita de mi alma! ¡Perdóname la injusticia, y deja que te dé un abrazo!...

–¡Esa es harina de otro costal!...–contestó la Molinera, hurtando el cuerpo–. Antes de abrazarte necesito oír tus explicaciones...

–Yo las daré por él y por mí...–dijo doña Mercedes.

–¡Hace una hora que las estoy esperando!–profirió el Corregidor, tratando de erguirse.

–Pero no las daré–continuó la Corregidora, volviendo la espalda desdeñosamente a su marido–hasta que estos señores hayan descambiado vestimentas...; y, aun entonces, se las daré tan solo a quien merezca oírlas.

–Vamos... vamos a descambiar...–díjole el murciano a don Eugenio, alegrándose mucho de no haberlo asesinado, pero mirandolo todavía con un odio verdaderamente morisco–. ¡El traje de vuestra señoría me ahoga! ¡He sido muy desgraciado mientras lo he tenido puesto!...

–¡Porque no lo entiendes!–respondióle el Corregidor–. ¡Yo estoy, en cambio, deseando ponérmelo, para ahorcarte a ti y a medio mundo, si no me satisfacen las exculpaciones de mi mujer!

La Corregidora, que oyó estas palabras, tranquilizó a la reunión con una suave sonrisa, propia de aquellos afanados ángeles cuyo ministerio es guardar a los hombres.

Parte VII