EL SOMBRERO DE TRES PICOS (IV)

de PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN

XIX

VOCES CLAMANTES IN DESERTO

–¡Alcaldes a mí, que soy de Archena!–iba diciéndose el murciano–. ¡Mañana por la mañana pasaré a ver al señor Obispo, como medida preventiva, y le contaré todo lo que me ha ocurrido esta noche! ¡Llamarme con tanta prisa y reserva, y a hora tan desusada; decirme que venga solo; hablarme del servicio del Rey. y de moneda falsa, y de brujas, y de duendes, para echarme luego dos vasos de vino y mandarme a dormir!... ¡La cosa no puede ser más clara! Garduña trajo al lugar esas instrucciones de parte del Corregidor, y esta es la hora en que el Corregidor estará ya en campaña contra mi mujer... ¡Quién sabe si me lo encontraré llamando a la puerta del molino! ¡Quién sabe si me lo encontraré ya dentro!... ¡Quién sabe...! Pero ¿qué voy a decir? ¡Dudar de mi navarra!... ¡Oh, esto es ofender a Dios! ¡Imposible que ella...! ¡Imposible que mi Frasquita...! ¡Imposible!... Mas ¿qué estoy diciendo? ¿Acaso hay algo imposible en el mundo? ¿No se casó conmigo, siendo ella tan hermosa y yo tan feo¿

Y al hacer esta última reflexión, el pobre jorobado se echó a llorar...

Entonces paró la burra para serenarse; se enjugó las lágrimas; suspiró hondamente; sacó los avíos de fumar; picó y lió un cigarro de tabaco negro; empuñó luego pedernar, yesca y eslabón, y al cabo de algunos golpes consiguió encender candela.

En aquel mismo momento sintió rumor de pasos hacia el camino, que distaría de allí unas trescientas varas.

–¡Qué imprudente soy!–dijo.–¡Si me andará buscando ya la Justicia, y yo me habré vendido al echar estas yescas!

Escondió, pues, la lumbre, y se apeó, ocultándose detrás de la borrica.

Pero la borrica entendió las cosas de diferente modo, y lanzó un rebuzno de satlsfacción.

–-¡Maldita seas!–exclamó el tío Lucas, tratando de cerrarle la boca con las manos.

Al propio tiempo resonó otro rebuzno en el camino, por vía de galante respuesta.

–¡Estamos aviados!–prosiguió pensando el Molinero–. ¡Bien dice el refrán: el mayor mal de los males es tratar con animales!

Y, así discurriendo, volvió a montar, arreó la bestia, y salió disparado en dirección contraria al sitio en que había sonado el segundo rebuzno.

Y lo más particular fue que la persona que iba en el jumento interlocutor, debió de asustarse del tío Lucas tanto como el tío Lucas se había asustado de ella. Lo digo, porque apartóse también del camino. recelando sin duda que fuese un alguacil o un malhechor pagado por don Eugenio, y salió a escape por los sembrados de la otra banda.

El murciano, entre tanto, continuó cavilando de este modo:

–¡Qué noche! ¡Qué mundo! ¡Qué vida la mía desde hace una hora! ¡Alguaciles metidos a alcahuetes; alcaldes que conspiran contra mi honra; burros que rebuznan cuando no es menester; y aquí en mi pecho, un miserable corazón que se ha atrevido a dudar de la mujer más noble que Dios ha criado! ¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Haz que llegue pronto a mi casa y que encuentre allí a mi Frasquita.

Siguió caminando el tío Lucas, atravesando siembras y matorrales, hasta que al fin, a eso de las once de la noche, llegó sin novedad a la puerta grande del molino... ¡Condenación! ¡La puerta del molino estaba abierta!

XX

LA DUDA Y LA REALIDAD

Estaba abierta... ¡y él, al marcharse, habia oído a su mujer cerrarla con llave, tranca y cerrojo!

Por consiguiente, nadie más que su propia mujer habia podido abrirla.

Pero ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿por qué? ¿De resultas de un engaño? ¿A consecuencia de una orden? ¿O bien deliberada y voluntariamente, en virtud de previo acuerdo con el Corregidor? ¿Qué iba a ver? ¿Qué iba a saber? ¿Qué le aguardaba dentro de su casa? ¿Se había fugado la señá Frasquita? ¿Se la habrían robado? ¿Estaría muerta? ¿O estaría en brazos de su rival?

–El Corregidor contaba con que yo no podría venir en toda la noche...–se dijo lúgubremente el tío Lucas–. El Alcalde del lugar tendría orden hasta de encadenarme, antes que permitirme volver... ¿Sabía todo esto Frasquita? ¿Estaba en el complot? ¿O ha sido víctima de un engaño, de una violencia, de una infamia?

No empleó más tiempo el sin ventura en hacer todas estas crueles reflexiones que el que tardó en atravesar la plazoletilla del emparrado.

También estaba abierta la puerta de la casa, cuyo primer aposento (como en todas las viviendas rústicas) era la cocina...

Dentro de la cocina no había nadie.

Sin embargo, una enorme fogata ardía en la chimenea..., ¡chimenea que él dejó apagada, y que no se encendia nunca hasta muy entrado el mes de diciembre!

Por último, de uno de los ganchos de la espetera pendía un candil encendido...

¿Qué significaba todo aquello? ¿Y cómo se compadecía semejante aparato de vigilia y de sociedad con el silencio de muerte que reinaba en la casa?

¿Qué habia sido de su mujer?

Entonces, y sólo entonces, reparó el tío Lucas en unas ropas que había colgadas en los espaldares de dos o tres sillas puestas alrededor de la chimenea...

Fijó la vista en aquellas ropas, y lanzó un rugido intenso, que se le quedó atravesado en la garganta, convertido en sollozo mudo y sofocante.

Creyó el infortunado que se ahogaba, y se llevó las manos al cuello, mientras que, lívido, convulso, con los ojos desencajados, contemplaba aquella vestimenta, poseído de tanto horror como el reo en capilla a quien le presentan la hopa.

Porque lo que allí veía era la capa de grana, el sombrero de tres picos, la casaca y la chupa de color de tórtola, el calzón de seda negra, las medias blancas los zapatos con hebilla y hasta el bastón, el espadín y los guantes del execrable Corregidor... ¡Lo que allí veía era la ropa de su ignominia, la mortaja de su honra, el sudario de su ventura!

El terrible trabuco seguía en el mismo rincón en que dos horas antes lo dejó la navarra...

El tío Lucas dio un salto de tigre y se apoderó de él. Sondeó el cañón con la baqueta, y vio que estaba cargado. Miró la piedra, y halló que estaba en su lugar.

Volvióse entonces hacia la escalera que conducía a la cámara en que había dormido tantos años con la señá Frasquita, y murmuró sordamente:

–¡Allí están!

Avanzó, pues, un paso en aquella dirección; pero en seguida se detuvo para mirar en torno de sí y ver si alguien lo estaba observando...

–¡Nadie!–dijo mentalmente–. ¡Solo Dios..., y ése... ha querido esto!

Confirmada así la sentencia, fue a dar otro paso, cuando su errante mirada distinguió un pliego que había sobre la mesa...

Verlo, y haber caído sobre él, y tenerlo entre sus garras fue todo cosa de un segundo.

¡Aquel papel era el nombramiento del sobrino de la señá Frasquita, firmado por don Eugenio de Zúñiga y Ponce de León!

–¡Este ha sido el precio de la venta!–pensó el tío Lucas, metiéndose el papel en la boca para sofocar sus gritos y dar alimento a su rabia–. ¡Siempre recelé que quisiera a su familia más que a mí! ¡Ah! ¡No hemos tenido hijos!... ¡He aquí la causa de todo!

Y el infortunado estuvo a punto de volver a llorar.

Pero luego se enfureció nuevamente, y dijo con un ademán terrible, ya que no con la voz:

–¡Arriba! ¡Arriba!

Y empezó a subir la escalera, andando a gatas con una mano, llevando el trabuco en la otra, y con el papel infame entre los dientes.

En corroboración de sus lógicas sospechas, al llegar a la puerta del dormitorio (que estaba cerrada) vio que salían algunos rayos de luz por las junturas de las tablas y por el ojo de la llave.

–¡Aquí están!–volvió a decir.

Y se paró un instante como para pasar aquel nuevo trago de amargura.

Luego continuó subiendo... hasta llegar a la puerta misma del dormitorio.

Dentro de él no se oía ningún ruido.

–¡Si no hubiera nadie!–le dijo tímidamente la esperanza.

Pero en aquel mismo instante el infeliz oyó toser dentro del cuarto...

¡Era la tos medio asmática del Corregidor!

¡No cabía duda! ¡No había tabla de salvación en aquel naufragio!

El Molinero sonrió en las tinieblas de un modo horroroso. ¿Cómo no brillan en la oscuridad semejantes relámpagos? ¿Qué es todo el fuego de las tormentas comparado con el que arde a veces en el corazón del hornbre?

Sin embargo, el tío Lucas (tal era su alma, como ya dijimos en otro lugar) principió a tranquilizarse, no bien oyó la tos de su enemigo...

La realidad le hacía menos daño que la duda. Según le anunció él mismo aquella tarde a la señá Frasquita, desde el punto y hora en que perdía la única fe que era vida de su alma, empezaba a convertirse en un hombre nuevo.

Semejante al moro de Venecia–con quien ya lo comparamos al describir su carácter–, el desengaño mataba en él de un solo golpe todo el amor, transfigurando de paso la índole de su espíritu y haciéndole ver el mundo como una región extraña a que acabara de llegar. La única diferencia consistía en que el tío Lucas era por idiosincrasia menos trágico, menos austero y más egoista que el insensato sacrificador de Desdémona.

¡Cosa rara, pero propia de tales situaciones! La duda, o sea la esperanza–que para el caso es lo mismo–, volvió todavía a mortificarle un momento...

–¡Si me hubiera equivocado!–pensó–. ¡Si la tos hubiese sido de Frasquita!...

En la tribulación de su infortunio, olvidábasele que había visto las ropas del Corregidor cerca de la chimenea; que había encontrado abierta la puerta del molino; que había leído la credencial de su infamia...

Agachóse, pues, y miró por el ojo de la llave, temblando de incertidumbre y de zozobra.

El rayo visual no alcanzaba a descubrir más que un pequeño triángulo de cama, por la parte del cabecero... ¡Pero precisamente en aquel pequeño triángulo se veía un extremo de las almohadas, y sobre las almohadas la cabeza del Corregidor!

Otra risa diabólica contrajo el rostro del Molinero.

Dijérase que volvía a ser feliz...

–¡Soy dueño de la verdad!... ¡Meditemos!–murmuró, irguiéndose tranquilamente.

Y volvió a bajar la escalera con el mismo tiernpo que empleó para subirla...

–El asunto es delicado... Necesito reflexionar. Tengo tiempo de sobra para todo...–iba pensando mientras bajaba.

Llegado que hubo a la cocina, sentóse en medio de ella, y ocultó la frente entre las manos

Así permaneció mucho tiempo, hasta que le despertó de su meditación un leve golpe que sintió en un pie...

Era el trabuco que se había deslizado de sus rodillas, y que le hacía aquella especie de seña...

–¡No! ¡Te digo que no!–murmuró el tío Lucas, encarándose con el arma–. ¡No me convienes! Todo el mundo tendría lástima de ellos. . ., ¡y a mí me ahorcarían! ¡Se trata de un Corregidor..., y matar a un Corregidor es todavía en España cosa indisculpable! Dirían que lo maté por infundados celos, y que luego lo desnudé y lo metí en mi cama... Dirían, además, que maté a mi mujer por simples sospechas... ¡Y me ahorcarían! ¡Vaya si me ahorcarían! ¡Además. yo habría dado muestras de tener muy poca alma, muy poco talento, si al remate de mi vida fuera digno de compasión! ¡Todos se reirían de mí! ¡Dirían que mi desventura era muy natural, siendo yo jorobado y Frasquita tan hermosa! ¡Nada, no! Lo que yo necesito es vengarme, y después de vengarme, triunfar, despreciar, reír, reirme mucho, reírme de todos, evitando por tal medio que nadie pueda burlarse nunca de esta giba que yo he llegado a hacer hasta envidiable, y que tan grotesca sería en una horca.

Así discurrió el tío Lucas, tal vez sin darse cuenta de ello puntualmente, y, en virtud de semejante discurso, colocó el arma en su sitio y principió a pasearse con los brazos atrás y la cabeza baja, como buscando su venganza en el suelo, en la tierra, en las ruindades de la vida, en alguna bufonada ignominiosa y ridícula para su mujer y para el Corregidor, lejos de buscar aquella misma venganza en la justicia, en el desafío, en el perdón, en el cielo..., como hubiera hecho en su lugar cualquier otro hombre de condición menos rebelde que la suya a toda imposición de la Naturaleza, de la sociedad o de sus propios sentimientos.

De repente, paráronse sus ojos en la vestimenta del Corregidor...

Luego se paró él mismo...

Después fue demostrando poco a poco en su semblante una alegría, un gozo, un triunfo indefinibles...; hasta que, por último, se echó a reír de una manera formidable..., esto es, a grandes carcajadas, pero sin hacer ningun ruido–a fin de que no lo oyesen desde arriba–, metiéndose los puños por los ijares para no reventar, estremeciéndose todo como un epiléptico, y teniendo que concluir por dejarse caer en una silla hasta que le pasó aquella convulsión de sarcástico regocijo. Era la propia risa de Mefistófeles.

No bien se sosegó, principió a desnudarse con una celeridad febril; colocó toda su ropa en las mismas sillas que ocupaba la del Corregidor; púsose cuantas prendas pertenecían a este, desde los zapatos de hebilla hasta el sombrero de tres picos; ciñóse el espadín; embozóse en la capa de grana; cogió el bastón y los guantes, y salió del molino y se encaminó a la ciudad, balanceándose de la propia manera que solia don Eugenio de Zúniga, y diciéndose de vez en cuando esta frase que compendiaba su pensamiento:

–¡También la Corregidora es guapa!

XXI

¡EN GUARDIA, CABALLERO!

Abandonemos por ahora al tío Lucas, y enterémonos de lo que había ocurrido en el molino desde que dejamos allí sola a la señá Frasquita hasta que su esposo volvió a él y se encontró con tan estupendas novedades.

Una hora habría pasado después que el tío Lucas se marchó con Toñuelo, cuando la afligida navarra, que se había propuesto no acostarse hasta que regresara su marido, y que estaba haciendo calceta en su dormitorio, situado en el piso de arriba, oyó lastimeros gritos fuera de la casa, hacia el paraje, allí muy próximo, por donde corría el agua del caz.

–¡Socorro, que me ahogo! ¡Frasquita! ¡Frasquita!...– exclamaba una voz de hombre con el lúgubre acento de la desesperación.

–¿Si será Lucas?–pensó la navarra, llena de un terror que no necesitamos describir.

En el mismo dormitorio había una puertecilla, de que ya nos habló Garduña, y que daba efectivamente sobre la parte alta del caz. Abrióla sin vacilación la señá Frasquita, por más que no hubiera reconocido la voz que pedía auxilio, y encontróse de manos a boca con el Corregidor, que en aquel momento salía todo chorreando de la impetuosísima acequia...

–¡Dios me perdone! ¡Dios me perdone!–balbuceaba el infameviejo–. ¡Creí que me ahogaba!

–¡Cómo! ¿ Es usted? ¿Qué significa? ¿Cómo se atreve? ¿A qué viene usted a estas horas?–gritó la Molinera con más indignación que espanto, pero retrocediendo maquinalmente.

–¡Calla! ¡Calla, mujer!–tartamudeó el Corregidor, colándose en el aposento detrás de ella–. Yo te lo diré todo... ¡He estado para ahogarme! ¡El agua me llevaba ya como a una pluma! ¡Mira, mira cómo me he puesto!

–¡Fuera, fuera de aquí!–replicó la señá Frasquita con mayor violencia–. ¡No tiene usted nada que explicarme!. .. ¡Demasiado lo comprendo todo! ¿ Qué me importa a mí que usted se ahogue? ¿Lo he llamado yo a usted? ¡Ah! ¡Qué infamia! ¡Para esto ha mandado usted prender a mi marido!

–Mujer, escucha...

–¡No escucho! ¡Márchese usted inmediatamente, señor Corregidor! . . . ¡Márchese usted o no respondo de su vida!...

–¿Qué dices?

–¡Lo que usted oye! Mi marido no está en casa; pero yo me basto para hacerla respetar. ¡Márchese usted por donde ha venido, si no quiere que yo le arroje otra vez al agua con mis propias manos!

–¡Chica, chica! ¡No grites tanto, que no soy sordo!–exclamó el viejo libertino–¡Cuando yo estoy aquí, por algo será! Vengo a libertar al tío Lucas, a quien ha preso por equivocación un alcalde de monterilla... Pero, ante todo, necesito que me seques estas ropas... ¡Estoy calado hasta los huesos!

–Le digo a usted que se marche!

–¡Calla, tonta!... ¿Qué sabes tú?... Mira... aquí te traigo un nombramiento de tu sobrino... Enciende la lumbre, y hablaremos... Por lo demás, mientras se seca la ropa, yo me acostaré en esta cama.

–¡Ah, ya! ¿Conque declara usted que venía por mí? ¿Conque declara usted que para eso ha mandado arrestar a mi Lucás? ¿Conque traía usted su nombramiento y todo? ¡Santos y Santas del cielo! ¿Qué se habrá figurado de mí este mamarracho?

–¡Frasquita! ¡Soy el Corregidor!

–¡Aunque fuera usted el Rey! A mí ¿qué? ¡Yo soy la mujer de mi marido, y el ama de mi casa! ¿Cree usted que yo me asusto de los Corregidores? ¡Yo sé ir a Madrid, y al fin del mundo, a pedir justicia contra el viejo insolente que así arrastra su autoridad por los suelos! Y, sobre todo, yo sabré mañana ponerme la mantilla, e ir a ver a la señora Corregidora...

–¡No harás nada de eso!–repuso el Corregidor, perdiendo la paciencia, o mudando de táctica–. No harás nada de eso; porque yo te pegaré un tiro, si veo que no entiendes de razones...

–¡Un tiro!–exclamó la señá Frasquita con voz sorda.

–Un tiro, sí... Y de ello no me resultará perjuicio alguno. Casualmente he dejado dicho en la ciudad que salía esta noche a la caza de criminales... ¡Conque no seas necia... y quiéreme como yo te adoro!

–Señor Corregidor: ¿un tiro?–volvió a decir la navarra echando los brazos atrás y el cuerpo hacia adelante, como para lanzarse sobre su adversario.

–Si te empeñas, te lo pegaré, y así me veré libre de tus amenazas y de tu hermosura... –respondió el Corregidor lleno de miedo y sacando un par de cachorrillos.

–¿Conque pistolas también? ¡Y en la otra faltriquera el nombramiento de mi sobrino!– dijo la seña Frasquita, moviendo la cabeza de arriba abajo–Pues, señor, la elección no es dudosa. Espere Usía un momento, que voy a encender la lumbre.

Y así hablando, se dirigió rápidamente a la escalera, y la bajó en tres brincos.

El Corregidor cogió la luz, y salió detrás de la Molinera, temiendo que se escapara; pero tuvo que bajar mucho más despacio, de cuyas resultas, cuando llegó a la cocina, tropezó con la navarra, que volvía ya en su busca.

–¿Conque decía usted que me iba a pegar un tiro?–exclamó aquella indomable mujer dando un paso atrás–. Pues, ¡en guardia, caballero; que yo ya lo estoy!

Dijo, y se echó a la cara el formidable trabuco que tanto papel representa.

–¡Detente, desgraciada! ¿Qué vas a hacer?–gritó el Corregidor, muerto de –. Lo de mi tiro era una broma... Mira... Los cachorrillos están descargados. En cambio, es verdad lo del nombramiento... Aquí lo tienes... Tómalo... Te lo regalo... Tuyo es..., de balde, enteramente de balde...

Y lo colocó temblando sobre la mesa.

–¡Ahí está bien!–repuso la navarra–. Mañana me servirá para encender la lumbre, cuando le guise el almuerzo a mi marido. ¡De usted no quiero ya ni la gloria, y, si mi sobrino viniese alguna vez de Estella, sería para pisotearle a usted la fea mano con que ha escrito su nombre en ese papel indecente. ¡Ea, lo dicho! ¡Márchese usted de mi casa! ¡Aire!, ¡aire!, ¡pronto! . . ., ¡que ya se me sube la pólvora a la cabeza!

El Corregidor no contestó a este discurso. Habíase puesto lívido, casi azul; tenía los ojos torcidos, y un temblor como de terciana agitaba todo su cuerpo. Por último, principió a castañetear los dientes, y cayó al suelo, presa de una convulsión espantosa.

El susto del caz, lo muy mojadas que seguían todas sus ropas, la violenta escena del dormitorio, y el miedo al trabuco con que le apuntaba la navarra, habían agotado las fuerzas del enfermizo anciano.

–¡Me muero!–balbuceó–. ¡Llama a Garduña!... Llama a Garduña, que estará ahí..., en la ramblilla... ¡Yo no debo morirme en esta casa!.. . No pudo continuar.

Cerró los ojos, y se quedó como muerto.

–¡Y se morirá como lo dice!–prorrumpió la señá Frasquita–. Pues, señor, ¡esta es la más negra! ¿Qué hago yo ahora con este hombre en mi casa. ¿Que dirían de mí si se muriese? ¿Qué diría Lucas?... ¿Cómo podría justificarme, cuando yo misma le he abierto la puerta? ¡Oh! no... Yo no debo quedarme aquí con él. ¡Yo debo buscar a mi marido; yo debo escandalizar el mundo antes de comprometer mi honra.

Tomada esta resolución, soltó el trabuco, fuese al corral, cogió la burra que quedaba en él, la aparejó de cualquier modo, abrió la puerta grande de la cerca, montó de un salto, a pesar de sus carnes, y se dirigio a la ramblilla.

–¡Garduña! ¡Garduña!–iba gritando la navarra, conforme se acercaba a aquel sitio.

–¡Presente!–respondió al cabo el Alguacil, apareciendo detrás de un seto–. ¿Es usted, señá Frasquita?

–Sí, yo soy. ¡Ve al molino, y socorre a tu amo, que se esta muriendo!....

–¿Qué dice usted? ¡Vaya un maula!

–Lo que oyes, Garduña...

–¿Y usted, alma mía ? ¿Adónde va a estas horas ?

–¿Yo?... ¡Quita allá, badulaque! ¡Yo voy a la ciudad por un médico!–contestó la señá Frasquita, arreando la burra con un talonazo y a Garduña con un puntapié.

Y tomó... no el camino de la ciudad, como acababa de decir, sino el del lugar inmediato.

Garduña no reparó en esta última circunstancia, pues iba ya dando zancajadas hacia el molino y discurriendo al par de esta manera:

–¡Va por un médico!... ¡La infeliz no puede hacer más! ¡Pero él es un pobre hombre! ¡Famosa ocasión de ponerse malo!... ¡Dios le da confites a quien no puede roerlos!

Parte V