EL SOMBRERO DE TRES PICOS (II)

de PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN

VIII

EL HOMBRE DEL SOMBRERO DE TRES PICOS

Eran las dos de una tarde de octubre.

El esquilón de la catedral tocaba a vísperas, lo cual equivale a decir que ya habían comido todas las personas principales de la ciudad.

Los canónigos se dirigían al Coro, y los seglares a sus alcobas a dormir la siesta, sobre todo aquellos que por razón de oficio, v. gr., las Autoridades, habían pasado la mañana entera trabajando.

Era, pues, muy de extrañar que a aquella hora, impropia además para dar un paseo, pues todavía hacía demasiado calor, saliese de la ciudad, a pie, y seguido de un solo alguacil, el ilustre señor Corregidor de la misma, a quien no podía confundirse con ninguna otra persona, ni de día ni de noche, así por la enormidad de su sombrero de tres picos y por lo vistoso de su capa de grana, como por lo particularísimo de su grotesco donaire...

De la capa de grana y del sombrero de tres picos, son muchas todavía las personas que pudieran hablar con pleno conocimiento de causa. Nosotros entre ellas, lo mismo que todos los nacidos en aquella ciudad en las postrimerías del reinado del señor don Fernando VII, recordamos haber visto colgados de un clavo, único adorno de desmantelada pared, en la ruinosa torre de la casa que habitó Su Señoría (torre destinada a la sazón a los infantiles juegos de sus nietos) aquellas dos anticuadas prendas, aquella capa y aquel sombrero–el negro sombrero encima, y la roja capa debajo–, formando una especie de espectro del Absolutismo, una especie de sudario del Corregidor, una especie de caricatura retrospectiva de su poder, pintada con carbón y almagre, como tantas otras, por los párvulos constitucionales de la de 1837 que allí nos reuníamos; una especie, en fin, de espanta-pájaros, que en otro tiempo había sido espanta-hombres, y que hoy me da miedo de haber contribuido a escarnecer, paseándolo por aquella histórica ciudad, en días de Carnestolendas, en lo alto de un deshollinador, o sirviendo de disfraz irrisorio al idiota que más hacía reir a la plebe... ¡Pobre principio de autoridad! ¡Así te hemos puesto los mismos que hoy te invocamos tanto!

En cuanto al indicado grotesco donaire del señor Corregidor, consistía (dicen) en que era cargado de espaldas..., todavía más cargado de espaldas que el tío Lucas..., casi jorobado, por decirlo de una vez: de estatura menos que mediana; endeblillo; de mala salud; con las piernas arqueadas y una manera de andar sui generis (balanceándose de un lado a otro y de atrás hacia adelante), que sólo se puede describir con la absurda fórmula de que parecía cojo de los dos pies. En cambio (añade la tradición), su rostro era regular, aunque ya bastante arrugado por la falta absoluta de dientes y muelas; moreno verdoso, como el de casi todos los hijos de las Castillas; con grandes ojos oscuros, en que relampagueaban la cólera, el despotismo y la lujuria; con finas y traviesas facciones, que no tenían la expresión del valor personal, pero sí la de una malicia artera capaz de todo, y con cierto aire de satisfacción, medio aristocrático, medio libertino, que revelaba que aquel hombre habría sido, en su remota juventud, muy agradable y acepto a las mujeres, no obstante sus piernas y su joroba.

Don Eugenio de Zúñiga y Ponce de León (que así se llamaba Su Señoría) había nacido en Madrid, de familia ilustre; frisaría a la sazón en los cincuenta y cinco años, y llevaba cuatro de Corregidor en la ciudad de que tratamos, donde se casó, a poco de llegar, con la principalísima señora que diremos más adelante.

Las medias de don Eugenio (única parte que, además de los zapatos, dejaba ver de su vestido la extensísima capa de grana) eran blancas, y los zapatos negros, con hebilla de oro. Pero luego que el calor del campo lo obligó a desembozarse, vídose que llevaba gran corbata de batista; chupa de sarga de color de tórtola, muy festoneada de ramillos verdes, bordados de realce; calzón corto, negro, de seda; una enorme casaca de la misma estofa que la chupa; espadín con guarnición de acero; bastón con borlas, y un respetable par de guantes (o quirotecas) de gamuza pajiza, que no se ponía nunca y que empuñaba a guisa de cetro.

El alguacil, que seguía veinte pasos de distancia al señor Corregidor, se llamaba Garduña, y era la propia estampa de su nombre. Flaco, agilísimo, mirando adelante y atrás y a derecha e izquierda al propio tiempo que andaba, de largo cuello; de diminuto y repugnante rostro, y con dos manos como dos manojos de disciplinas, parecía juntamente un hurón en busca de criminales, la cuerda que había de atarlos, y el instrumento destinado a su castigo.

El primer Corregidor que le echó la vista encima, le dijo sin más informes: "Tú serás mi verdadero alguacil..." Y ya lo había sido de cuatro Corregidores.

Tenía cuarenta y ocho años, y llevaba sombrero de tres picos, mucho más pequeño que el de su señor (pues repetimos que el de este era descomunal), capa negra como las medias y todo el traje, bastón sin borlas, y una especie de asador por la espalda.

Aquel espantajo negro parecía la sombra de su vistoso amo.

IX

¡ARRE, BURRA!

Por donde quiera que pasaban el personaje y su apéndice, los labradores dejaban sus faenas y se descubrían hasta los pies, con más miedo que respeto; después de lo cual decían en voz baja:

–¡Temprano va esta tarde el señor Corregidor, a ver a la señá Frasquita!

–¡Temprano. .. y solo!–añadían algunos, acostumbrados a verlo siempre dar aquel paseo en compañía de otras varias personas.

–Oye, tú, Manuel: ¿por qué irá solo esta tarde el señor Corregidor a ver a la navarra?–le preguntó una lugareña a su marido, el cual la llevaba a grupas en la bestia.

Y, al mismo tiempo que la pregunta, le hizo cosquillas por vía de retintín.

–¡No seas mal pensada, Josefa!–exclamó el buen hombre–. La señá Frasquita es incapaz...

–No digo lo contrario... Pero el Corregidor no es por eso incapaz de estar enamorado de ella... Yo he oído decir que, de todos los que van a las francachelas del molino, el único que lleva mal fin es ese madrileño tan aficionado a faldas...

–¿Y qué sabes tú si es o no aficionado a faldas?–preguntó a su vez el marido.

–No lo digo por mí... ¡Ya se hubiera guardado, por más Corregidor que sea, de decirme los ojos tienes negros!

La que así hablaba era fea en grado superlativo.

–Pues mira, hija, ¡allá ellos!–replicó el llamado Manuel–. Yo no creo al tío Lucas hombre de consentir... ¡Bonito genio tiene el tío Lucas cuando se enfada!...

–Pero, en fin, ¡si ve que le conviene!...–añadió la tía Josefa, retorciendo el hocico.

–El tío Lucas es hombre de bien...–repuso el lugareño– y a un hombre de bien nunca pueden convenirle ciertas cosas...

–Pues entonces, tienes razón... ¡Allá ellos! ¡Si yo fuera la señá Frasquita!...

–¡Arre, burra!–gritó el marido para mudar de conversación.

Y la burra salió al trote; con lo que no pudo oírse el resto del diálogo.

X

DESDE LA PARRA

Mientras así discurrian los labriegos que saludaban al señor Corregidor, la señá Frasquita regaba y barría cuidadosamente la plazoletilla empedrada que servía de atrio o compás al molino, y colocaba media docena de sillas debajo de lo más espeso del emparrado, en el cual estaba subido el tío Lucas, cortando los mejores racimos y arreglándolos artísticamente en una cesta.

–¡Pues sí, Frasquita!–decía el tío Lucas desde lo alto de la parra–: el señor Corregidor está enamorado de ti de muy mala manera...

–Ya te lo dije yo hace tiempo–contestó la mujer del Norte–... Pero ¡déjalo que pene! ¡Cuidado, Lucas, no te vayas a caer!

–Descuida: estoy bien agarrado... también le gustas mucho al señor...

–¡Mira! ¡No me des más noticias!–interrumpió ella–. ¡Demasiado sé yo a quién le gusto y a quién no le gusto! ¡Ojalá supiera del mismo modo por qué no te gusto a ti!

–¡Toma! Porque eres muy fea. ..–contestó el tío Lucas.

–Pues oye..., ¡fea y todo, soy capaz de subir a la parra y echarte de cabeza al suelo!...

–Más fácil sería que yo no te dejase bajar de la parra sin comerte viva...

–¡Eso es!.. . ¡Y cuando vinieran mis galanes y nos viesen ahí, dirían que éramos un mono y una mona!...

–Y acertarían; porque tú eres muy mona y muy rebonita, y yo parezco un mono con esta joroba...

–Que a mí me gusta muchísimo...

–Entonces te gustará más la del Corregidor, que es mayor que la mía...

–¡Vamos! ¡Vamos! señor don Lucas... ¡No tenga usted tantos celos!...

–¿Celos yo de ese viejo petate? ¡Al contrario; me alegro muchísimo de que te quiera!...

–¿Por qué?

–Porque en el pecado lleva la penitencia. ¡Tú no has de quererlo nunca, y yo soy entre tanto el verdadero Corregidor de la ciudad!

–¡Miren el vanidoso! Pues figúrate que llegase a quererlo... ¡Cosas más raras se ven en el mundo!

–Tampoco me daría gran cuidado...

–¿Por qué ?

–¡Porque entonces tú no serías ya tú y, no siendo tú quien eres, o como yo creo que eres, maldito lo que me importaría que te llevasen los demonios!

–Pues bien; ¿qué harías en semejante caso?

–¿Yo? ¡Mira lo que no sé!... Porque, como entonces yo sería otro y no el que soy ahora, no puedo figurarme lo que pensaría...

–¿Y por qué serías entonces otro?–insistió valientemente la señá Frasquita, dejando de barrer y poniéndose en jarras para mirar hacia arriba.

El tío Lucas se rascó la cabeza, como si escarbara para sacar de ella alguna idea muy profunda, hasta que al fin dijo con más seriedad y pulidez que de costumbre:

–Sería otro porque yo soy ahora un hombre que cree en ti como en sí mismo, y que no tiene más vida que esa fe. De consiguiente, al dejar de creer en ti, me moriría o me convertiría en un nuevo hombre; viviría de otro modo; me parecería que acababa de nacer; tendría otras entrañas. Ignoro, pues, lo que haría entonces contigo... Puede que me echara a reír y te volviera la espalda... Puede que ni siquiera te conociese... Puede que... Pero ¡vaya un gusto que tenemos en ponernos de mal humor sin necesidad! ¿Qué nos importa a nosotros que te quieran todos los Corregidores del mundo? ¿No eres tú mi Frasquita?

–¡Si, pedazo de bárbaro!–contestó la navarra, riendo a más no poder–. Yo soy tu Frasquita, y tú eres mi Lucas de mi alma, más feo que el bu, con más talento que todos los hombres, más bueno que el pan, y más querido... ¡Ah, lo que es eso de querido, cuando bajes de la parra lo verás! ¡Prepárate a llevar más bofetadas y pellizcos que pelos tienes en la cabeza! Pero, ¡calla! ¿Qué es lo que veo? El señor Corregidor viene por alli completamente solo... ¡Y tan tempranito!... Ese trae plan... ¡Por lo visto, tú tenías razón!.. .

–Pues aguántate, y no le digas que estoy subido en la parra. ¡Ese viene a declararse a solas contigo, creyendo pillarme durmiendo la siesta!... Quiero divertirme oyendo su explicación.

Así dijo el tío Lucas, alargando la cesta a su mujer.

–¡No está mal pensado!–exclamó ella, lanzando nuevas carcajadas–. ¡El demonio del madrileño! ¿Qué se habrá creído que es un Corregidor para mí? Pero aquí llega... Por cierto que Garduña, que lo seguía a alguna distancia, se ha sentado en la ramblilla a la sombra... ¡Qué majadería! Ocúltate tú bien entre los pámpanos, que nos vamos a reír más de lo que te figuras...

Y, dicho esto, la hermosa navarra rompió a cantar el fandango, que ya le era tan familiar como las canciones de su tierra.

XI

EL BOMBARDEO DE PAMPLONA

–Dios te guarde, Frasquita...–dijo el Corregidor a media voz, apareciendo bajo el emparrado y andando de puntillas.

–¡Tanto bueno, señor Corregidor!–respondió ella en voz natural, haciéndole mil reverencias–. ¡Usía por aquí a estas horas! ¡Y con el calor que hace! ¡Vaya, siéntese Su Señoría!... Esto está fresquito. ¿Cómo no ha aguardado Su Señoría a los demás señores? Aquí tienen ya preparados sus asientos... Esta tarde esperamos al señor Obispo en persona, que le ha prometido a mi Lucas venir a probar las primeras uvas de la parra. ¿Y cómo lo pasa Su Señoría? ¿Cómo está la Señora?

El Corregidor se había turbado. La ansiada soledad en que encontraba a la señá Frasquita le parecía un sueño, o un lazo que le tendía la enemiga suerte para hacerle caer en el abismo de un desengaño. Limitóse, pues, a contestar:

–No es tan temprano como dices... Serán las tres y media... El loro dio en aquel momento un chillido.

–Son las dos y cuarto–dijo la navarra, mirando de hito en hito al madrileño.

Este calló, como reo convicto que renuncia a la defensa.

–¿Y Lucas? ¿Duerme?–preguntó al cabo de un rato.

(Debemos advertir aquí que el Corregidor, lo mismo que todos los que no tienen dientes, hablaba con una pronunciación floja y sibilante, como si se estuviese comiendo sus propios labios.)

–¡De seguro!–contestó la seña Frasquita–. En llegando estas horas se queda dormido donde primero le coge, aunque sea en el borde de un precipicio...

–Pues, mira... ¡déjalo dormir!...–exclamó el viejo Corregidor, poniéndose más pálido de lo que ya era–. Y tú, mi querida Frasquita, escúchame..., oye... ven acá... ¡Siéntate aquí a mi lado!... Tengo muchas cosas que decirte...

–Ya estoy sentada–respondió la Molinera, agarrando una silla baja y plantándola delante del Corregidor, a cortísima distancia de la suya.

Sentado que se hubo, Frasquita echó una pierna sobre la otra, inclinó el cuerpo hacia adelante, apoyó un codo sobre la rodilla cabalgadora, y la fresca y hermosa cara en una de sus manos; y así, con la cabeza un poco ladeada, la sonrisa en los labios, los cinco hoyos en actividad, y las serenas pupilas clavadas en el Corregidor, aguardó la declaración de Su Señoría. Hubiera podido comparársela con Pamplona esperando un bombardeo.

El pobre hombre fue a hablar, y se quedó con la boca abierta, embelesado ante aquella grandiosa hermosura, ante aquella esplendidez de gracias, ante aquella formidable mujer, de alabastrino color, de lujosas carnes, de limpia y riente boca, de azules e insondables ojos, que parecía creada por el pincel de Rubens.

–¡Frasquita!...–murmuró al fin el delegado del Rey, con acento desfallecido, mientras que su marchito rostro, cubierto de sudor, destacándose sobre su joroba, expresaba una inmensa angustia–. ¡Frasquita!. ..

–¡Me llamo!–contestó la hija de los Pirineos–. ¿Y qué?

–Lo que tú quieras...–repuso el viejo con una ternura sin límites.

–Pues lo que yo quiero...–dijo la Molinera–, ya lo sabe Usía. Lo que yo quiero es que Usía nombre Secretario del Ayuntamiento de la Ciudad a un sobrino mío que tengo en Estella..., y que así podrá venirse de aquellas montañas, donde está pasando muchos apuros...

–Te he dicho, Frasquita, que eso es imposible. El Secretario actual...

–¡Es un ladrón, un borracho y un bestia!

–Ya lo sé... Pero tiene buenas aldabas entre los Regidores Perpetuos, y yo no puedo nombrar otro sin acuerdo del Cabildo. De lo contrarlo, me expongo...

–¡Me expongo! ... ¡Me expongo!... ¿A que no nos expondríamos por Vuestra Señoría hasta los gatos de esta casa?

–¿Me querrías a este precio ?–tartamudeó el Corregidor.

–No, señor, que lo quiero a Usía de balde.

–¡Mujer, no me des tratamiento! Háblame de usted o como se te antoje... ¿Conque vas a quererme? Di.

–¿No le digo a usted que lo quiero ya?

–No hay pero que valga ¡Verá usted qué guapo y qué hombre de bien es mi sobrino!

–¡Tú sí que eres guapa, Frascuela!...

–¿Le gusto a usted?

–¡Que si me gustas! . . . ¡No hay mujer como tú!

–Pues mire usted... Aquí no hay nada postizo...–contesto la seña Frasquita, acabando de arrollar la manga de su jubón, y mostrando al Corregidor el resto de su brazo, digno de una cariátide y más blanco que una azucena.

–¡Que si me gustas!...–prosiguió el Corregidor–. ¡De día, de noche, a todas horas, en todas partes, solo pienso en ti!...

–¡Pues, qué! ¿No le gusta a usted la señora Corregidora ?–preguntó la sehá Frasquita con tan mal fingida compasión, que hubiera hecho reír a un hipocondríaco–. ¡Qué lástima! Mi Lucas me ha dicho que tuvo el gusto de verla y de hablarle cuando fue a componerle a usted el reloj de la alcoba, y que es muy guapa, muy buena y de un trato muy cariñoso.

–¡No tanto! ¡No tanto!–murmuró el Corregidor con cierta amargura.

–En cambio, otros me han dicho–prosiguió la Molinera–que tiene muy mal genio, que es muy celosa y que usted le tiembla más que a una vara verde...

–¡No tanto, mujer!...–repitió don Eugenio de Zúñiga y Ponce de León, poniéndose colorado–. ¡Ni tanto ni tan poco! La Señora tiene sus manías, es cierto; mas de ello a hacerme temblar, hay mucha diferencia. ¡Yo soy el Corregidor! . . .

–Pero, en fin, ¿la quiere usted, o no la quiere?

–Te diré... Yo la quiero mucho... o, por mejor decir, la quería antes de conocerte. Pero desde que te vi, no sé lo que me pasa, y ella misma conoce que me pasa algo . Bástete saber que hoy .., tomarle, por ejemplo, la cara a mi mujer me hace la misma operación que si me la tomara a mí propio... ¡Ya ves, que no puedo quererla más sin sentir menos!... ¡Mientras que por coger esa mano, ese brazo, esa cara, esa cintura, daría lo que no tengo!

Y, hablando así, el Corregidor trató de apoderarse del brazo desnudo que la señá Frasquita le estaba refregando materialmente por los ojos; pero ésta, sin descomponerse, extendió la mano, tocó el pecho de Su Señoría con la pacífica violencia e incontrastable rigidez de la trompa de un elefante, y lo tiró de espaldas con silla y todo.

–¡Ave Maria Purísima!–exclamó entonces la navarra, riéndose a más no poder–. Por lo visto, esa silla estaba rota...

–¿Qué pasa ahí?–exclamó en esto el tío Lucas, asomando su feo rostro entre los pámpanos de la parra.

El Corregidor estaba todavía en el suelo boca arriba, y miraba con un terror indecible a aquel hombre que aparecía en los aires boca abajo.

Hubiérase dicho que Su Señoría era el Diablo, vencido, no por San Miguel, sino por otro Demonio del infierno.

–¿Qué ha de pasar?–se apresuró a responder la señá Frasquita–. ¡Que el señor Corregidor puso la silla en vago, fue a mecerse, y se ha caído!...

–¡Jesús, Maria y José!–exclamó a su vez el Molinero–. ¿Y se ha hecho daño Su Señoría ? ¿Quiere un poco de agua y vinagre ?

–¡No me he hecho nada!–dijo el Corregidor, levantándose como pudo.

Y luego añadió por lo bajo, pero de modo que pudiera oírlo la señá Frasquita:

–¡Me la pagaréis!

–Pues, en cambio, Su Señoría me ha salvado a mí la vida–repuso el tío Lucas sin moverse de lo alto de la parra–. Figúrate, mujer, que estaba yo aquí sentado contemplando las uvas, cuando me quedé dormido sobre una red de sarmientos y palos que dejaban claros suficientes para que pasase mi cuerpo... Por consiguiente, si la caida de Su Señoría no me hubiese despertado tan a tiempo, esta tarde me habría yo roto la cabeza contra esas piedras.

–Conque si..., ¿eh ? ...–replicó el Corregidor–. Pues, ¡vaya, hombre!, me alegro... ¡Te digo que me alegro mucho de haberme caído!

–¡Me la pagarás!–agregó en seguida, dirigiéndose a la Molinera.

Y pronunció estas palabras con tal expresión de reconcentrada furia, que la señá Frasquita se puso triste.

Veía claramente que el Corregidor se asustó al principio, creyendo que el Molinero lo había oído todo; pero que persuadido ya de que no había oído nada (pues la calma y el disimulo del tío Lucas hubieran engañado al más lince), empezaba a abandonarse a toda su iracundia y a concebir planes de venganza.

–¡Vamos! ¡Bájate ya de ahí y ayúdame a limpiar a Su Señoría, que se ha puesto perdido de polvo!–exclamó entonces la Molinera.

Y mientras el tio Lucas bajaba, díjole ella al Corregidor, dándole golpes con el delantal en la chupa y alguno que otro en las orejas:

–El pobre no ha oído nada... Estaba dormido como un tronco... Más que estas frases, la circunstancia de haber sido dichas en voz baja, afectando complicidad y secreto, produjo un efecto maravilloso.

–¡Picara! ¡Proterva!–balbuceó don Eugenio de Zúñiga con la boca hecha un agua, pero gruñendo todavía...

–¿Me guardará Usía rencor?–replicó la navarra zalameramente.

Viendo el Corregidor que la severidad le daba buenos resultados, intentó mirar a la señá Frasquita con mucha rabia; pero se encontró con su tentadora risa y sus divinos ojos, en los cuales brillaba la caricia de una súplica, y derritiéndosele la gacha en el acto, le dijo con un acento baboso y silbante, en que se descubría más que nunca la ausencia total de dientes y muelas.

–¡De ti depende, amor mío!

En aquel momento se descolgó de la parra el tío Lucas.

XII

DIEZMOS Y PRIMICIAS

Repuesto el Corregidor en su silla, la Molinera dirigió una rápida mirada a su esposo y viole, no sólo tan sosegado como siempre, sino reventando de ganas de reír por resultas de aquella ocurrencia; cambió con él desde lejos un beso tirado, aprovechando el primer descuido de don Eugenio, y díjole, en fin, a este con una voz de sirena que le hubiera envidiado Cleopatra:

–¡Ahora va Su Señoría a probar mis uvas! Entonces fue de ver a la hermosa navarra (y así la pintaria yo, si tuviese el pincel de Tiziano), plantada enfrente del embelesado Corregidor, fresca, magnífica, incitante, con sus nobles formas, con su angosto vestido, con su elevada etatura, con sus desnudos brazos levantados sobre la cabeza, y con un transpaente racimo en cada mano, diciéndole, entre una sonrisa irresistible y una mirada suplicante en que titilaba el miedo:

–Todavía no las ha probado el señor Obispo... Son las primeras que se cogen este año...

Parecía una gigantesca Pomona, brindando frutos a un dios campestre; a un sátiro, v. gr.

En esto apareció al extremo de la plazoleta empedrada el venerable Obispo de la diócesis, acompañado del abogado académico y de dos canónigos de avanzada edad, y seguido de su secretario, de dos familiares y de dos pajes. Detúvose un rato Su Ilustrísima a contemplar aquel cuadro tan cómico y tan bello, hasta que, por último, dijo, con el reposado acento propio de los prelados de entonces:

El quinto... pagar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios, nos enseña la doctrina cristiana; pero usted, señor Corregidor, no se contenta con administrar el diezmo, sino que también trata de comerse las primicias.

–¡El señor Obispo!–exclamaron los Molineros, dejando al Corregidor y corriendo a besar el anillo al prelado.

–¡Dios se lo pague a Su Ilustrísima, por venir a honrar esta pobre choza!–dijo el tío Lucas, besando el primero, y con acento de muy sincera veneración.

–¡Qué señor Obispo tengo tan hermoso!–exclamó la señá Frasquita, besando después.–¡Dios lo bendiga y me lo conserve más años que le conservó el suyo a mi Lucas!

–¡No sé qué falta puedo hacerte, cuando tú me echas las bendiciones, en vez de pedírmelas!–contestó riéndose el bondadoso pastor.

Y, extendiendo dos dedos, bendijo a la señá Frasquita y después a los demás circunstantes .

–¡Aquí tiene Usía Ilustrísima las primicias!–dijo el Corregidor, tomando un racimo de manos de la Molinera y presentándoselo cortésmente al Obispo–. Todavía no había yo probado las uvas...

El Corregidor pronunció estas palabras, dirigiendo de paso una rápida y cínica mirada a la espléndida hermosura de la Molinera.

–¡Pues no será porque estén verdes, como las de la fábula!–observó el académico .

–Las de la fábula–expuso el Obispo no estaban verdes, señor licenciado; sino fuera del alcance de la zorra.

Ni el uno ni el otro habían querido acaso aludir al Corregidor; pero ambas frases fueron casualmente tan adecuadas a lo que acababa de suceder allí, que don Eugenio de Zúñiga se puso lívido de cólera, y dijo, besando el anillo del prelado:

–¡Eso es llamarme zorro, Señor Ilustrísimo!

Tu dixisti!–replicó éste con la amable severidad de un santo, como diz que lo era en efecto–. Excusatio non petita, accusatio manifesta. Qualis vir, talis oratio. Pero satis am dictum, nullus ultra sit sermo. O, lo que es lo mismo, dejémonos de latines, y veamos estas famosas uvas.

Y picó... una sola vez... en el racimo que le presentaba el Corregidor.

–¡Están muy buenas!–exclamó, mirando aquella uva al trasluz y alargándosela en seguida a su secretario–. ¡Lástima que a mí me sienten mal!

El secretario contempló también la uva; hizo un gesto de cortesana admiración, y la entregó a uno de los familiares.

El familiar repitió la acción del Obispo y el gesto del secretario, propasándose hasta oler la uva, y luego... Ia colocó en la cesta con escrupuloso cuidado, no sin decir en voz baja a la concurrencia:

–Su Ilustrísima ayuna...

El tío Lucas, que había seguido la uva con la vista, la cogió entonces disimuladamente, y se la comió sin que nadie lo viera.

Después de esto, sentáronse todos: hablóse de la otoñada (que seguía siendo muy seca, no obstante haber pasado el cordonazo de San Francisco), discurrióse algo sobre la probabilidad de una nueva guerra entre Napoleón y el Austria; insistiose en la creencia de que las tropas imperiales no invadirían nunca el territorio español; quejóse el abogado de lo revuelto y calamitoso de aquella época, envidiando los tranquilos tiempos de sus padres (como sus padres habrían envidiado los de sus abuelos); dio las cinco el loro..., y, a una seña del reverendo Obispo, el menor de los pajes fue al coche episcopal (que se había quedado en la misma ramblilla que el alguacil), y volvió con una magnífica torta sobada, de pan de aceite, polvoreada de sal, que apenas haría una hora había salido del horno: colocóse una mesilla en medio del concurso: descuartizóse la torta; se dio su parte correspondiente, sin embargo de que se resistieron mucho, al tío Lucas y a la señá Frasquita..., y una igualdad verdaderamente democrática reinó durante media hora bajo aquellos pámpanos que filtraban los últimos resplandores del sol poniente...

Parte III