EL SOMBRERO DE TRES PICOS (III)

de PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN

XIII

LE DIJO EL GRAJO AL CUERVO

Hora y media después todos los ilustres compañeros de merienda estaban de vuelta en la ciudad.

El señor Obispo y su familia habían llegado con bastante anticipación, gracias al coche, y hallábanse ya en palacio, donde los dejaremos rezando sus devociones.

El insigne abogado (que era muy seco) y los dos canónigos (a cuál más grueso y respetable) acompañaron al Corregidor hasta la puerta del Ayuntamiento (donde Su Señoría dijo tener que trabajar), y tomaron luego el camino de sus respectivas casas, guiándose por las estrellas como los navegantes, o sorteando a tientas las esquinas, como los ciegos; pues ya había cerrado la noche, aun no había salido la luna, y el alumbrado público (lo mismo que las demás luces de este siglo) todavía estaba allí en la mente divina.

En cambio, no era raro ver discurrir por algunas calles tal o cual linterna o farolillo con que respetuoso servidor alumbraba a sus magníficos amos, quienes se dirigían a la habitual tertulia o de visita a casa de sus parientes...

Cerca de casi todas las rejas bajas se veía (o se olfateaba, por mejor decir), un silencioso bulto negro. Eran galanes que, al sentir pasos, habían dejado por un momento de pelar la pava...

–¡Somos unos calaveras!–iban diciendo el abogado y los dos canónigos–. Qué pensarán en nuestras casas al vernos llegar a estas horas?

–Pues ¿qué dirán los que nos encuentren en la calle, de este modo, a las siete y pico de la noche, como unos bandoleros amparados de las tinieblas?

–Hay que mejorar de conducta...

–¡Ah! Sí... ¡Pero ese dichoso molino!...

–Mi mujer lo tiene sentado en la boca del estómago...–dijo el académico, con un tono en que se traslucía mucho miedo a la próxima pelotera conyugal.

–¿Pues y mi sobrina?–exclamó uno de los canónigos, que por cierto era Penitenciario–. Mi sobrina dice que los sacerdotes no deben visitar comadres...

–Y, sin embargo–interrumpió su compañero, que era Magistral–, lo que allí pasa no puede ser más inocente...

–¡Toma! ¡Como que va el mismísimo Obispo!

–Y luego, señores, ¡a nuestra edad!...–repuso el Penitenciario–. Yo he cumplido ayer los setenta y cinco.

–¡Es claro!–replicó el Maglstral–. Pero hablemos de otra cosa: ¡qué guapa estaba esta tarde la seña Frasquita!

–¡Oh, lo que es eso...; como guapa, es guapa!–dijo el Abogado, afectando imparcialidad.

–Muy guapa...–repitió el Penitenciario dentro del embozo. –Y si no–añadió el predicador de Oficio–, que se lo pregunten al Corregidor...

–¡El pobre hombre está enamorado de ella!...

–¡Ya lo creo!–exclamó el confesor de la catedral.

–¡De seguro!–agregó el académico correspondiente–. Conque, señores, yo tomo por aquí para llegar antes a casa... ¡Muy buenas noches!

–Buenas noches...–le contestaron los capitulares.

Y anduvieron algunos pasos en silencio.

–¡También le gusta a ese la Molinera!–murmuró entonces el Magistral, dándole con el codo al Penitenciario.

–¡Como si lo viera!–respondió este, parándose a la puerta de su casa–. ¡Y que bruto es! Conque, hasta mañana, compañero. Que le sienten a usted muy bien las uvas.

–Hasta mañana, si Dios quiere... Que pase usted muy buena noche.

–¡Buenas noches nos dé Dios!–rezó el Penitenciario, ya desde el portal, que por más señas tenía farol y Virgen.

Y llamó a la aldaba.

Una vez solo en la calle, el otro canónigo (que era más ancho que alto, y que parecía que rodaba al andar) siguió avanzando lentamente hacia su casa; pero, antes de llegar a ella, cometió contra una pared cierta falta que en el porvenir había de ser objeto de un bando de policía, y dijo al mismo tiempo, pensando sin duda en su cofrade de Coro:

–¡También te gusta a ti la señá Frasquita!... ¡Y la verdad es–añadió al cabo de un momento–que, como guapa, es guapa!

XIV

LOS CONSEJOS DE GARDUÑA

Entre tanto, el Corregidor había subido al Ayuntamiento, acompañado de Garduña, con quien mantenía hacía rato, en el salón de sesiones, una conversacion más familiar de lo correspondiente a persona de su calidad y oficio.

–¡Crea Usía a un perro perdiguero que conoce la caza!–decía el innoble alguacil–. La señá Frasquita está perdidamente enamorada de Usía, y todo lo que Usía acaba de contarme contribuye a hacérmelo ver más claro que esa luz...

Y señalaba un velón de Lucena, que apenas si esclarecía la octava parte del salón.

–¡No estoy yo tan seguro como tú, Garduña!–contestó don Eugenio, suspirando lánguidamente.

–¡Pues no sé por qué! Y, si no, hablemos con franqueza. Usía, dicho sea con perdón, tiene una tacha en su cuerpo. . . ¿ No es verdad?

–¡Bien, sí!–repuso el Corregidor–. Pero esa tacha la tiene también el tío Lucas. ¡El es más jorobado que yo!

–¡Mucho más! ¡Muchísimo más! ¡sin comparación de ninguna especie! Pero en cambio, y es a lo que iba, Usía tiene una cara de muy buen ver..., lo que se dice una bella cara..., mientras que el tío Lucas se parece al sargento Utrera, que reventó de feo.

El Corregidor sonrió con cierta ufanía.

–Además–prosiguió el alguacil–, la señá Frasquita es capaz de tirarse por una ventana con tal de agarrar el nombramiento de su sobrino...

–¡Hasta ahí estamos de acuerdo! ¡Ese nombramiento es mi única esperanza!

–¡Pues manos a la obra, señor! Ya le he explicado a Usía mi plan... ¡No hay más que ponerlo en ejecución esta misma noche!

–¡Te he dicho muchas veces que no necesito consejos!–gritó don Eugenio, acordándose de pronto de que hablaba con un inferior.

–Creí que Usía me los había pedido–balbuceó Garduña.

–¡No me repliques!

Garduña saludó.

–¿Conque decías–prosiguió el de Zúñiga, volviendo a amansarse–que esta misma noche puede arreglarse todo eso? Pues ¡mira hijo!, me parece muy bien. ¡Qué diablos! ¡Así saldré pronto de esta cruel incertidumbre!

Garduña guardó silencio. El Corregidor se dirigió al bufete y escribió algunas líneas en un pliego de papel sellado que selló también por su parte, guardándolo luego en la faltriquera.

–¡Ya está hecho el nombramiento del sobrino!–dijo entonces tomando un polvo de rapé–. ¡Mañana me las compondré yo con los regidores..., y, o lo ratifican con un acuerdo, o habrá la de San Quintín! ¿No te parece que hago bien?

–¡Eso!, ¡eso!–exclamó Garduña entusiasmado, metiendo la zarpa en la caja del Corregidor y arrebatándole un polvo–. ¡Eso!, ¡eso! El antecesor de Usía no se paraba tampoco en barras. Cierta vez...

–¡Déjate de bachillerías!–repuso el Corregidor, sacudiéndole una guantada en la ratera mano–. Mi antecesor era una bestia, cuando te tuvo de alguacil. Pero vamos a lo que importa. Acabas de decirme que el molino del tío Lucas pertenece al término del lugarcillo inmediato, y no al de esta población... ¿ Estás seguro de ello?

–¡Segurísimo! La jurisdicción de la ciudad acaba en la ramblilla donde yo me senté esta tarde a esperar que Vuestra Señoría... ¡Voto a Lucifer! ¡Si yo hubiera estado en su caso!

–¡Basta!–gritó don Eugenio–. ¡Eres un insolente!

Y, cogiendo media cuartilla de papel, escribió una esquela, cerróla, doblándole un pico, y se la entregó a Garduña.

–Ahí tienes–le dijo al mismo tiempo–la carta que me has pedido para el alcalde del lugar. Tú le explicarás de palabra todo lo que tiene que hacer. ¡Ya ves que sigo tu plan al pie de la letra! ¡Desgraciado de ti si me metes en un callejón sin salida!

–¡No hay cuidado! contestó Garduña–. El señor Juan López tiene mucho que temer, y en cuanto vea la firma de Usía, hará todo lo que yo le mande. ¡Lo menos le debe mil fanegas de grano al Pósito Real, y otro tanto al Pósito Pío!... Esto último contra toda ley, pues no es ninguna viuda ni ningún labrador pobre para recibir el trigo sin abonar creces ni recargo, sino un jugador, un borracho y un sinvergüenza muy amigo de faldas, que trae escandalizado al pueblecillo. .. ¡Y aquel hombre ejerce autoridad!. . . ¡Así anda el mundo!

–¡Te he dicho que calles! ¡Me estás distrayendo!–bramó el Corregidor–. Conque vamos al asunto–añadió luego mudando de tono–. Son las siete y cuarto... Lo primero que tienes que hacer es ir a casa y advertirle a la Señora que no me espere a cenar ni a dormir. Dile que esta noche me estaré trabajando aquí hasta la hora de la queda, y que después saldré de ronda secreta contigo, a ver si atrapamos a ciertos malhechores... En fin, engáñala bien para que se acueste descuidada. De camino, dile al otro alguacil que me traiga la cena... ¡Yo no me atrevo a parecer esta noche delante de la Señora, pues me conoce tanto, que es capaz de leer en mis pensamientos! Encárgale a la cocinera que ponga unos pestiños de los que se hicieron hoy, y dile a Juanete que, sin que lo vea nadie, me alargue de la taberna medio cuartillo de vino blanco. En seguida te marchas al lugar, donde puedes hallarte muy blen a las ocho.

–¡A las ocho en punto estoy allí!–exclamó Garduña.

–¡No me contradigas!–rugió el Corregidor, acordándose otra vez de que lo era.

Garduña saludó.

–Hemos dicho–continuó aquél humanizándose de nuevo–que a las ocho en punto estás en el lugar. Del lugar al molino habrá... Yo creo que habrá una media legua...

–Corta.

–¡No me interrumpas!

El alguacil volvió a saludar.

–Corta...–prosiguió el Corregidor–. Por consiguiente, a las diez... ¿Crees tú que a las diez?

–¡Antes de las diez! ¡A las nueve y media puede Usía llamar descuidado a la puerta del molino!

–¡Hombre! ¡No me digas a mí lo que tengo que hacer!... Por supuesto que tú estarás...

–Yo estaré en todas partes... Pero mi cuartel general será la ramblilla. ¡Ah, se me olvidaba!... Vaya Usía a pie, y no lleve linterna...

–¡Maldita la falta que me hacían tampoco esos consejos! ¿Si creerás tú que es la primera vez que salgo a campaña?

–Perdone Usía... ¡Ah! Otra cosa. No llame Usía a la puerta grande que da a la plazoleta del emparrado, sino a la puertecilla que hay encima del caz...

–¿Encima del caz hay otra puerta? ¡Mira tú una cosa que nunca se me hubiera ocurrido!

–Sí señor, la puertecilla del caz da al mismísimo dormitorio de los Molineros, y el tío Lucas no entra ni sale nunca por ella. De forma que, aunque volviese pronto...

–Comprendo, comprendo... ¡No me aturdas más los oídos!

–Por último: procure Usía escurrir el bulto antes del amanecer. Ahora amanece a las seis...

–¡Mira otro consejo inútil! A las cinco estaré de vuelta en mi casa... Pero bastante hemos hablado ya... ¡Quítate de mi presencia!

–Pues entonces, señor..., ¡buena suerte!–exclamó el alguacil, alargando lateralmente la mano al Corregidor y mirando al techo al mismo tiempo.

El Corregidor puso en aquella mano una peseta, y Garduña desapareció como por ensalmo.

–¡Por vida de!.. .–murmuró el viejo al cabo de un instante–. ¡Se me ha olvidado decirle a ese bachillero que me trajesen también una baraja! ¡Con ella me hubiera entretenido hasta las nueve y media, viendo si me salía aquel solitario!...

XV

DESPEDIDA EN PROSA

Serían las nueve de aquella misma noche, cuando el tío Lucas y la señá Frasquita, terminadas todas las haciendas del molino y de la casa, se cenaron una fuente de ensalada de escarola, una libreja de carne guisada con tomates, y algunas uvas de las que quedaban en la consabida cesta; todo ello rociado con un poco de vino y con grandes risotadas a costa del Corregidor: después de lo cual miráronse afablemente los dos esposos, como muy contentos de Dios y de sí mismos, y se dijeron, entre un par de bostezos que revelaban toda la paz y tranqulhdad de sus corazones:

–Pues, señor, vamos a acostarnos, y mañana será otro día.

En aquel momento sonaron dos fuertes y ejecutivos golpes aplicados a la puerta grande del molino.

El marido y la mujer se miraron sobresaltados.

Era la primera vez que oían llamar a su puerta a semejante hora.

–Voy a ver...–dijo la intrépida navarra, encaminándose hacia la plazoletilla.

–¡Quita! ¡Eso me toca a mí!–exclamó el tío Lucas con tal dignidad que la señá Frasquita le cedió el paso–. ¡Te he dicho que no salgas!–añadió luego con dureza, viendo que la obstinada Molinera quería seguirle.

Ésta obedeció, y se quedó dentro de la casa.

–¿Quién es?–preguntó el tío Lucas desde en medio de la plazoleta.

–¡La Justicia!–contestó una voz al otro lado del portón.

–¿Qué Justicia?

–La del lugar. ¡Abra usted al señor Alcalde!

El tío Lucas había aplicado entre tanto un ojo a cierta mirilla muy disimulada que tenía el portón, y reconocido a la luz de la luna al rústico Alguacil del lugar inmedlato.

–¡Dirás que le abra al borrachón del Alguacil!–repuso el Molinero, retirando la tranca.

–¡Es lo mismo...–contestó el de afuera– pues que traigo una orden escrita de su Merced! Tenga usted muy buenas noches, tío Lucas...–agregó luego entre tanto, y con voz menos oficial, más baja y más gorda, como si ya fuera otro hombre.

–¡Dios te guarde, Toñuelo!–respondió el murciano–. Veamos qué orden es esa... ¡Y bien podía el señor Juan López escoger otra hora mas oportuna de dirigirse a los hombres de bien! Por supuesto, que la culpa será tuya. ¡Como si lo viera, te has estado emborrachando en las huertas del camino! ¿Quieres un trago?

–No, señor; no hay tiempo para nada. Tiene usted que seguirme inmediatamente. Lea usted la orden.

–¿Cómo seguirte?–exclamó el tío Lucas, penetrando en el molino, después de tomar el papel–. ¡A ver, Frasquita, alumbra!

La señá Frasquita soltó una cosa que tenía en la mano, y descolgó el candil. El tío Lucas miró rápidamente al objeto que había soltado su mujer, y reconoció su bocacha, o sea, un enorme trabuco que calzaba balas de a media libra.

El Molinero dirigió entonces a la navarra una mirada llena de gratitud y ternura, y le dijo, tomándole la cara:

–¡Cuánto vales!

La señá Frasquita, pálida y serena como una estatua de mármol, levantó el candil, cogido con dos dedos, sin que el más leve temblor agitase su pulso, y contestó secamente:

–¡Vaya, lee!

La orden decía:

"Para el mejor servicio de S. M. el Rey Nuestro Señor (Q. D. G.), prevengo a Lucas Fernández, molinero, de estos vecinos, que tan luego como reciba la presente orden, comparezca ante mi autoridad sin excusa ni pretexto alguno; advirtiéndole que, por ser asunto reservado, no lo pondrá en conocimiento de nadie: todo ello bajo las penas correspondientes, caso de desobediencia. El Alcalde, JUAN LÓPEZ."

Y había una cruz en vez de rúbrica.

–Oye, tú: ¿Y qué es esto?–le preguntó el tío Lucas al Alguacil–. ¿A qué viene esta orden ?

–No lo sé...–contestó el rústico; hombre de unos treinta años, cuyo rostro esquinado y avieso, propio de ladrón o de asesino, daba muy triste idea de su sinceridad–. Creo que se trata de averiguar algo de brujería, o de moneda falsa... Pero la cosa no va con usted... Lo llaman como testigo o como perito. En fin, yo no me he enterado bien del particular... El señorJuan López se lo explicará a usted con más pelos y señales.

–¡Corriente!–exclamó el Molinero–. Dile que iré mañana.

–¡Ca, no, señor!... Tiene usted que venir ahora mismo, sin perder un minuto. Tal es la orden que me ha dado el señor Alcalde.

Hubo un instante de silencio. Los ojos de la señá Frasquita echaban llamas.

El tío Lucas no separaba los suyos del suelo, como si buscara alguna cosa.

–Me concederás cuando menos–exclamó, al fin, levantando la cabeza–el tiempo preciso para ir a la cuadra y aparejar una burra...

–¡Qué burra ni qué demontre!–replicó el Alguacil. ¡Cualquiera se anda a pie media legua! La noche está muy hermosa, y hace luna...

–Ya he visto que ha salido... Pero yo tengo los pies hinchados...

–Pues entonces no perdamos tiempo. Yo le ayudaré a usted a aparejar.

–¡Hola! ¡Hola! ¿Temes que me escape?

–Yo no temo nada, tío Lucas–respondió Toñuelo con la frialdad de un desalmado–. Yo soy la Justicia.

Y, hablando así, descansó armas; con lo que dejó ver el retaco que llevaba debajo del capote.

–Pues mira, Toñuelo...–dijo la Molinera–. Ya que vas a la cuadra... a ejercer tu verdadero oficio..., hazme el favor de aparejar también la otra burra.

–¿ Para qué?–interrogó el Molinero.

–¡Para mí! Yo voy con vosotros.

–¡No puede ser, señá Frasquita!–objetó el Alguacil–. Tengo orden de llevarme a su marido de usted nada más, y de impedir que usted lo siga. En ello me van "el destino y el pescuezo". Así me lo advirtió el señorJuan López. Conque... vamos, tío Lucas... Y se dirigió hacia la puerta.

–¡Cosa más rara!–dijo a media voz el murciano sin moverse.

–¡Muy rara!–contestó la señá Frasquita.

–Esto es algo... que yo me sé...–continuó murmurando el tío Lucas de modo que no pudiese oírlo Toñuelo.

–¿Quieres que vaya yo a la ciudad?–cuchicheó la navarra–y le dé aviso al Corregidor de lo que nos sucede?...

–¡No!–respondió en alta voz el tío Lucas–. ¡Eso no!

–¿ Pues qué quieres que haga?–dijo la Molinera con gran ímpetu.

–Que me mires...–respondió el antiguo soldado.

Los dos esposos se miraron en silencio, y quedaron tan satisfechos ambos de la tranquilidad, la resolución y la energía que se comunicaron sus almas que acabaron por encogerse de hombros y reírse.

Después de esto, el tío Lucas encendió otro candil y se dirigió a la cuadra diciendo al paso a Toñuelo con socarronería:

–¡Vaya, hombre! ¡Ven y ayúdame. .., supuesto que eres tan amable!

Toñuelo lo siguió, canturriando una copla entre dientes.

Pocos minutos después el tío Lucas salía del molino, caballero en una hermosa jumenta y seguido del Alguacil.

La despedida de los esposos se había reducido a lo siguiente.

–Cierra bien...–dijo el tío Lucas.

–Embózate, que hace fresco...–dijo la señá Frasquita, cerrando con llave tranca y cerrojo.

Y no hubo más adiós, ni más beso, ni más abrazo, ni más mirada.

¿Para qué?

XVI

UN AVE DE MAL AGÜERO

Sigamos por nuestra parte al tío Lucas.

Ya habían andado un cuarto de legua sin hablar palabra, el Molinero subido en la borrica y el Alguacil arreándola con su bastón de autoridad, cuando divisaron delante de sí, en lo alto de un repecho que hacía el camino, la sombra de un enorme pajarraco que se dirigía hacia ellos.

Aquella sombra se destacó enérgicamente sobre el cielo, esclarecido por la luna, dibujándose en él con tanta precisión que el Molinero exclamó en el acto:

–Toñuelo, ¡aquel es Garduña con su sombrero de tres picos y sus patas de alambre!

Mas antes de que contestara el interpelado, la sombra, deseosa sin duda de eludir aquel encuentro, había dejado el camino y echado a correr a campo traviesa con la velocidad de una verdadera garduña.

–No veo a nadie...–respondió entonces Toñuelo con la mayor naturalidad.

–Ni yo tampoco–replicó el tío Lucas comiéndose la partida.

Y la sospecha que ya se le ocurrió en el molino principió a adquirir cuerpo y consistencia en el espíritu receloso del jorobado.

–Este viaje mío–díjose interiormente–es una estratagema amorosa del Corregidor. La declaración que le oí esta tarde desde lo alto del emparrado me demuestra que el vejete rnadrileño no puede esperar más. Indudablemente esta noche va a volver de visita al molino, y por eso ha principiado quitándome de en medio... Pero ¿qué importa? ¡Frasquita es Frasquita, y no abrirá la puerta aunque le peguen fuego a la casa!... Digo más: aunque la abriese; aunque el Corregidor lograse, por medio de cualquier ardid, sorprender a mi excelente navarra, el pícaro viejo saldría con las manos en la cabeza. ¡Frasquita es Frasquita! Sin embargo–añadió al cabo de un momento–, ¡bueno será volverme esta noche a casa lo más temprano que pueda!

Llegaron con esto al lugar el tío Lucas y el Alguacil, dirigiéndose a casa del señor Alcalde.

XVII

UN ALCALDE DE MONTERILLA

El señor Juan López, que como particular y como Alcalde era la tiranía, la ferocidad y el orgullo personificados (cuando trataba con sus interiores), dignábase, sin embargo, a aquellas horas, después de despachar los asuntos oficiales y los de su labranza y de pegarle a su mujer su cotidiana paliza, beberse un cántaro de vino en compañía del secretario y del sacristán, operación que iba más de mediada aquella noche cuando el Molinero compareció en su presencia.

–¡Hola, tío Lucas!–le dijo, rascándose la cabeza para excitar en ella la vena de los embustes–. ¿Cómo va de salud? ¡A ver, secretario; échele usted un vaso de vino al tío Lucas! ¿Y la seña Frasquita? ¿Se conserva tan guapa? ¡Ya hace mucho tiempo que no la he visto! Pero, hombre..., ¡qué bien que sale ahora la molienda! ¡El pan de centeno parece de trigo candeal! Conque..., vaya... Siéntese usted, y descanse, que, gracias a Dios, no tenemos prisa.

–¡Por mi parte, maldita aquella!–contestó el tío Lucas, que hasta entonces no había despegado los labios, pero cuyas sospechas eran cada vez mayores al ver el amistoso recibimiento que se le hacía, después de una orden tan terrible y apremiante.

–Pues, entonces, tío Lucas–continuó el alcalde–, supuesto que no tiene usted gran prisa, dormirá usted acá esta noche, y mañana temprano despacharemos nuestro asuntillo...

–Me parece bien...–respondió el tío Lucas con una ironía y un disimulo que nada tenían que envidiar a la diplomacio del señor Juan López–. Supuesto que la cosa no es urgente .. pasaré la noche fuera de mi casa.

–Ni urgente ni de peligro para usted–añadió el Alcalde engañado por aquel a quien creía engañar–. Puede usted estar completamente tranquilo. Oye tú, Toñuelo... Alarga esa media fanega para que se siente el tío Lucas.

–Entonces... ¡venga otro trago!–exclamó el Molinero? sentándose.

–¡Venga de ahí!–repuso el Alcalde, alargándole el vaso lleno.

–Está en buena mano... Médielo usted.

–¡Pues por su salud!–dijo el señor Juan López, bebiéndose la mitad.

–Por la de usted..., señor Alcalde–replicó el tío Lucas, apurando la otra.

–¡A ver, Manuela!–gritó entonces el Alcalde de monterilla–. Dile a tu ama que el tío Lucas se queda a dormir aquí. Que le ponga una cabecera en el granero.

–¡Ca! No... ¡De ningun modo! Yo duermo en el pajar como un rey.

–Mire usted que tenemos cabeceras...

–¡Ya lo creo! Pero ¿a qué quiere usted incomodar a la familia? Yo traigo mi capote.

–Pues, señor, como usted guste. ¡Manuela!, dile a tu ama que no la ponga...

–Lo que sí va usted a permitirme–continuó el tío Lucas, bostezando de un modo atroz–es que me acueste en seguida. Anoche he tenido mucha molienda, y no ha pegado todavía los ojos.

–¡Concedido!–respondió majestuosamente el Alcalde–.Puede usted recogerse cuando quiera.

–Creo que también es hora de que nos recojamos nosotros–dijo el sacristán, asomándose al cántaro de vino para graduar lo que quedaba–. Ya deben de ser las diez... o poco menos.

–Las diez menos cuartillo...–notificó el secretario, después de repartir en los vasos el resto del vino correspondiente a aquella noche.

–¡Pues a dormir, caballeros!–exclamó el anfitrión, apurando su parte.

–Hasta mariana, señores–añadió el Molinero, bebiéndose la suya.

–Espere usted que le alumbren... ¡Toñuelo! Lleva al tío Lucas al pajar.

–¡Por aquí, tío Lucas!...–dijo Toñuelo, llevándose también el cántaro, por si le quedaban algunas gotas.

–Hasta mañana, si Dlos quiere–agregó el sacristán, después de escurrir todos los vasos.

Y se marchó, tambaleándose y cantando alegremente el De profundis.

... ... ... ...

–Pues, señor–díjole el Alcalde al Secretario cuando se quedaron solos–. El tío Lucas no ha sospechado nada. Nos podemos acostar descansadamente, y... ¡buena pro le haga al Corregidor!

XVIII

DONDE SE VERÁ QUE EL TÍO LUCAS TENÍA EL SUEÑO MUY LIGERO

Cinco minutos después un hombre se descolgaba por la ventana del pajar del señor Alcalde; ventana que daba a un corralón y que no distaría cuatro varas del suelo.

En el corralón había un cobertizo sobre una gran pesebrera, a la cual hallábanse atadas seis u ocho caballlerías de diversa alcurnia, bien que todas ellas del sexo débil. Los caballos, mulos y burros del sexo fuerte formaban rancho aparte en otro local contiguo.

El hombre desató una borrica, que por cierto estaba aparejada, y se encaminó llevándola del diestro hacia la puerta del corral; retiró la tranca y desechó el cerrojo que la aseguraban: abrióla con mucho tiento, y se encontró en medio del campo.

Una vez allí, montó en la borrica, metióle los talones, y salió como una flecha con dirección a la ciudad; mas no por el carril ordinario, sino atravesando siembras y cañadas, como quien se precave contra algún mal encuentro.

Era el tío Lucas, que se dirigía a su molino.

Parte IV