GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

RIMAS II



[41]

Su mano entre mis manos,
sus ojos en mis ojos,
la amorosa cabeza
apoyada en mi hombro,
Dios sabe cuántas veces
con paso perezoso
hemos vagado juntos
bajo los altos olmos
que de su casa prestan
misterio y sombra al pórtico
Y ayer... un año apenas,
pasado como un soplo,
¡con qué exquisita gracia,
con qué admirable aplomo,
me dijo al presentarnos
un amigo oficioso:
–Creo que en alguna parte
he visto a usted! ¡Ah, bobos,
que sois de los salones
comadres de buen tono,
y andabais allí a caza
de galantes embrollos:
qué historia habéis perdido,
qué manjar tan sabroso
para ser devorado
sotto voce en un corro,
detrás del abanico
de plumas y de oro...!
Discreta y casta luna,
copudos y altos olmos,
paredes de su casa,
umbrales de su pórtico,
callad, y que el secreto
no salga de vosotros.
Callad, que por mi parte
yo lo he olvidado todo;
y ella... ella, no hay máscara
semejante a su rostro.


[42]

Tú eras el huracán, y yo la alta
torre que desafía su poder.
¡Tenías que estrellarte o que abatirme...!
¡No pudo ser!

Tú eras el océano, y yo la enhiesta
roca que firme aguarda su vaivén.
¡Tenías que romperte o que arrancarme...!
¡No pudo ser!

Hermosa tú, yo altivo; acostumbrados
uno a arrollar, el otro a no ceder;
la senda estrecha, inevitable el choque...
¡No pudo ser!


[43]

Cuando me lo contaron, sentí el frío
de una hoja de acero en las entrañas;
me apoyé contra el muro, y un instante
la conciencia perdí de donde estaba.

Cayó sobre mi espíritu la noche,
en ira y en piedad se anegó el alma.
¡Y entonces comprendí por qué se llora,
y entonces comprendí por qué se mata!

Pasó la nube de dolor... Con pena
logré balbucear breves palabras...
¿Quién me dio la noticia?... Un fiel amigo...
Me hacía un gran favor... Le di las gracias.


[44]

Dejé la luz a un lado, y en el borde
de la revuelta cama me senté,
mudo, sombrío, la pupila inmóvil
clavada en la pared.

¿Qué tiempo estuve así? No sé al dejarme
la embriaguez horrible del dolor,
expiraba la luz y en mis balcones
reía el sol.

Ni sé tampoco en tan terribles horas
en qué pensaba o qué pasó por mí
sólo recuerdo que lloré y maldije,
y que en aquella noche envejecí.


[45]

Como en un libro abierto
leo de tus pupilas en el fondo.
¿A qué fingir el labio
risas que se desmienten con los ojos?

¡Llora! No te avergüences
de confesar que me quisiste un poco.
¡Llora! Nadie nos mira.
Ya ves: yo soy un hombre... y también lloro.


[46]

En la clave del arco ruinoso
cuyas piedras el tiempo enrojeció,
obra de cincel rudo campeaba
el gótico blasón.

Penacho de su yelmo de granito,
la yedra que colgaba en derredor
daba sombra al escudo en que una mano
tenía un corazón.

A contemplarle en la desierta plaza
nos paramos los dos:
–Y ése –me dijo– es el cabal emblema
de mi constante amor.

¡Ay! Es verdad lo que me dijo entonces;
verdad que el corazón
lo llevará en la mano..., en cualquier parte...
pero en el pecho, no.


[47]

Me ha herido recatándose en las sombras,
sellando con un beso su traición.
Los brazos me echó al cuello y, por la espalda,
partióme a sangre fría el corazón.

Y ella prosigue alegre su camino,
feliz, risueña, impávida. ¿Y por qué?
Porque no brota sangre de la herida.
Porque el muerto está en pie.


[48]

Yo me he asomado a las profundas simas
de la tierra y del cielo,
y les he visto el fin o con los ojos
o con el pensamiento.

Mas ¡ay! de un corazón llegué al abismo
y me incliné un momento,
y mi alma y mis ojos se turbaron:
¡Tan hondo era y tan negro!


[49]

Como se arranca el hierro de una herida,
su amor de las entrañas me arranqué
aunque sentí al hacerlo que la vida
¡me arrancaba con él!

Del altar que le alcé en el alma mía,
la voluntad su imagen arrojó
y la luz de la fe que en ella ardía
ante el ara desierta se apagó.

Aún, para combatir mi firme empeño,
viene a mi mente su visión tenaz...
¡Cuándo podré dormir con ese sueño
en que acaba el soñar!


[50]

Alguna vez la encuentro por el mundo,
y pasa junto a mí
y pasa sonriéndose, y yo digo:
–¿Cómo puede reír?

Luego asoma a mi labio otra sonrisa,
máscara del dolor,
y entonces pienso: –Acaso ella se ríe,
como me río yo.


[51]

Lo que el salvaje que con torpe mano
hace de un tronco a su capricho un dios,
y luego ante su obra se arrodilla,
eso hicimos tú y yo.

Dimos formas reales a un fantasma
de la mente, ridícula invención,
y hecho el ídolo ya, sacrificamos
en su altar nuestro amor.


[52]

De lo poco de vida que me resta,
diera con gusto los mejores años,
por saber lo que a otros
de mí has hablado.

Y esta vida mortal y, de la eterna
lo que me toque, si me toca algo,
por saber lo que a solas
de mí has pensado.


[53]

Olas gigantes que os rompéis bramando
en las playas desiertas y remotas,
envuelto entre la sábana de espumas,
¡llevadme con vosotras!

Ráfagas de huracán que arrebatáis
del alto bosque las marchitas hojas,
arrastrado en el ciego torbellino,
¡llevadme con vosotras!

Nubes de tempestad que rompe el rayo
y en fuego enciende las sangrientas orlas,
arrebatado entre la niebla oscura,
¡llevadme con vosotras !

Llevadme, por piedad, a donde el vértigo
con la razón me arranque la memoria.
¡Por piedad ! ¡Tengo miedo de quedarme
con mi dolor a solas!


[54]

Cuando volvemos las fugaces horas
del pasado a evocar,
temblando brilla en sus pestañas negras
una lágrima pronta a resbalar.

Y, al fin, resbala y cae como gota
de rocío al pensar
que cual hoy por ayer, por hoy mañana,
volveremos los dos a suspirar.


[55]

Entre el discorde estruendo de la orgía
acarició mi oído,
como nota de música lejana,
el eco de un suspiro.

El eco de un suspiro que conozco,
formado de un aliento que he bebido,
perfume de una flor que oculta crece
en un claustro sombrío.

Mi adorada de un día, cariñosa,
–¿En qué piensas? –me dijo.
–En nada...–En nada, ¿y lloras? –Es que tengo
alegre la tristeza y triste el vino.


[56]

Hoy como ayer, mañana como hoy,
¡y siempre igual!
Un cielo gris, un horizonte eterno
y andar..., andar.

Moviéndose a compás, como una estúpida
máquina, el corazón.
La torpe inteligencia del cerebro,
dormida en un rincón.

El alma, que ambiciona un paraíso,
buscándole sin fe,
fatiga sin objeto, ola que rueda
ignorando por qué.

Voz que, incesante, con el mismo tono,
canta el mismo cantar,
gota de agua monótona que cae
y cae, sin cesar.

Así van deslizándose los días,
unos de otros en pos;
hoy lo mismo que ayer...; y todos ellos,
sin gozo ni dolor.

¡Ay, a veces me acuerdo suspirando
del antiguo sufrir!
Amargo es el dolor, ¡pero siquiera
padecer es vivir!


[57]

Este armazón de huesos y pellejo,
de pasear una cabeza loca
se halla cansado al fin, y no lo extraño,
pues, aunque es la verdad que no soy viejo,
de la parte de vida que me toca
en la vida del mundo, por mi daño
he hecho un uso tal, que juraría
que he condensado un siglo en cada día.

Así, aunque ahora muriera,
no podría decir que no he vivido;
que el sayo al parecer nuevo por fuera,
conozco que por dentro ha envejecido.
Ha envejecido, sí, ¡pese a mi estrella!
Harto lo dice ya mi afán doliente,
que hay dolor que, al pasar su horrible huella,
graba en el corazón, si no en la frente.


[58]

¿Quieres que, de ese néctar delicioso,
no te amargue la hez ?
Pues aspírale, acércale a tus labios
y déjale después.

¿Quieres que conservemos una dulce
memoria de este amor ?
Pues amémonos hoy mucho, y mañana
digámonos: –¡Adiós!


[59]

Yo sé cuál el objeto
de tus suspiros es;
yo conozco la causa
de tu dulce
secreta languidez.
¿Te ríes?... Algún día
sabrás, niña, por qué:
Tú lo sabes apenas,
y yo lo sé.

Yo sé cuándo tú sueñas,
y lo que en sueños ves;
como en un libro, puedo
lo que callas
en tu frente leer.
¿Te ríes?... Algún día
sabrás, niña, por qué:
Tú lo sabes apenas,
y yo lo sé.

Yo sé por qué sonríes
y lloras a la vez;
yo penetro en los senos
misteriosos
de tu alma de mujer.
¿Te ríes?... Algún día
sabrás, niña, por qué
mientras tú sientes mucho
y nada sabes,
yo que no siento ya,
todo lo sé.


[60]

Mi vida es un erial,
flor que toco se deshoja;
que en mi camino fatal
alguien va sembrando el mal
para que yo lo recoja.


[61]

(Melodía
Es muy triste morir joven, y no contar
con una sola lágrima de mujer.)

Al ver mis horas de fiebre
e insomnio lentas pasar,
a la orilla de mi lecho,
¿quién se sentará?

Cuando la trémula mano
tienda, próximo a expirar,
buscando una mano amiga,
¿quién la estrechará?

Cuando la muerte vidríe
de mis ojos el cristal,
mis párpados aún abiertos,
¿quién los cerrará?

Cuando la campana suene
(si suena en mi funeral)
una oración al oírla,
¿quién murmurará?

Cuando mis pálidos restos
oprima la tierra ya,
sobre la olvidada fosa,
¿quién vendrá a llorar?

¿Quién, en fin, al otro día,
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pasé por el mundo,
quién se acordará?


[62]

(Al amanecer)

Primero es un albor trémulo y vago,
raya de inquieta luz que corta el mar;
luego chispea y crece y se dilata
en ardiente explosión de claridad.

La brilladora lumbre es la alegría,
la temerosa sombra es el pesar.
¡Ay! ¿En la oscura noche de mi alma,
cuándo amanecerá?


[63]

Como enjambre de abejas irritadas,
de un oscuro rincón de la memoria
salen a perseguirme los recuerdos
de las pasadas horas.

Yo los quiero ahuyentar. ¡Esfuerzo inútil!
Me rodean, me acosan,
y unos tras otros a clavarme vienen
el agudo aguijón que el alma encona.


[64]

Como guarda el avaro su tesoro,
guardaba mi dolor;
le quería probar que hay algo eterno
a la que eterno me juró su amor.

Mas hoy le llamo en vano y oigo, al tiempo
que le acabó, decir:
–¡Ah barro miserable, eternamente
no podrás ni aun sufrir!


[65]

¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero
de los senderos busca;
las huellas de unos pies ensangrentados
sobre la roca dura;
los despojos de un alma hecha jirones
en las zarzas agudas,
te dirán el camino
que conduce a mi cuna.

¿Adónde voy ? El más sombrío y triste
de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas;
en donde esté una piedra solitaria,
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.


[66]

Llegó la noche y no encontré un asilo;
y tuve sed... mis lágrimas bebí,
¡Y tuve hambre! ¡Los hinchados ojos
cerré para morir!

¿Estaba en un desierto? Aunque a mi oído,
de la turba llegaba el ronco hervir,
yo era huérfano y pobre... El mundo estaba
desierto... ¡para mí!


[67]

¡Qué hermoso es ver el día
coronado de fuego levantarse,
y, a su beso de lumbre,
brillar las olas y encenderse el aire!

¡Qué hermoso es tras la lluvia
del triste otoño en la azulada tarde,
de las húmedas flores
el perfume aspirar hasta saciarse!

¡Qué hermoso es cuando en copos
la blanca nieve silenciosa cae,
de las inquietas llamas
ver las rojizas lenguas agitarse!

Qué hermoso es, cuando hay sueño,
dormir bien... y roncar como un sochantre...
y comer... y engordar... ¡Y qué desgracia
que esto sólo no baste!


[68]

No sé lo que he soñado
en la noche pasada.
Triste, muy triste, debió ser el sueño,
pues despierto la angustia me duraba.

Noté al incorporarme
húmeda la almohada,
y por primera vez sentí al notarlo
de un amargo placer henchirse el alma.

Triste cosa es el sueño
que llanto nos arranca,
mas tengo en mi tristeza una alegría...
¡Sé que aún me quedan lágrimas!


[69]

(La vida es sueño.
Calderón)

Al brillar un relámpago nacemos,
y aún dura su fulgor cuando morimos:
¡tan corto es el vivir!

La Gloria y el Amor tras que corremos,
sombras de un sueño son que perseguimos:
¡despertar es morir!


[70]

¡Cuántas veces, al pie de las musgosas
paredes que la guardan,
oí la esquila que al mediar la noche
a los maitines llama!

¡Cuántas veces trazó mi silueta
la luna plateada,
junto a la del ciprés, que de su huerto
se asoma por las tapias!

Cuando en sombras la iglesia se envolvía,
de su ojiva calada,
¡cuántas veces temblar sobre los vidrios
vi el fulgor de la lámpara!

Aunque el viento en los ángulos oscuros
de la torre silbara,
del coro entre las voces percibía
su voz vibrante y clara.

En las noches de invierno, si un medroso
por la desierta plaza
se atrevía a cruzar, al divisarme
el paso aceleraba.

Y no faltó una vieja que en el torno
dijese a la mañana,
que de algún sacristán muerto en pecado
acaso era yo el alma.

A oscuras conocía los rincones
del atrio y la portada;
de mis pies las ortigas que allí crecen
las huellas tal vez guardan.

Los búhos, que espantados me seguían
con sus ojos de llamas,
llegaron a mirarme con el tiempo
como a un buen camarada.

A mi lado sin miedo los reptiles
se movían a rastras
hasta los mudos santos de granito
creo que me saludaban.


[71]

No dormía; vagaba en ese limbo
en que cambian de forma los objetos,
misteriosos espacios que separan
la vigilia del sueño.

Las ideas que en ronda silenciosa
daban vueltas en torno a mi cerebro,
poco a poco en su danza se movían
con un compás más lento.

De la luz que entra al alma por los ojos
los párpados velaban el reflejo;
mas otra luz el mundo de visiones
alumbraba por dentro.

En este punto resonó en mi oído
un rumor semejante al que en el templo
vaga confuso al terminar los fieles
con un Amén sus rezos.

Y oí como una voz delgada y triste
que por mi nombre me llamó a lo lejos,
¡y sentí olor de cirios apagados,
de humedad y de incienso !

Entró la noche y del olvido en brazos
caí cual piedra en su profundo seno.
Dormí y al despertar exclamé:
–¡Alguno que yo quería ha muerto!


[72]

Primera voz

Las ondas tienen vaga armonía,
las violetas suave olor,
brumas de plata la noche fría,
luz y oro el día;
yo algo mejor:
¡Yo tengo Amor!

Segunda voz

Aura de aplausos, nube radiosa,
ola de envidia que besa el pie,
isla de sueños donde reposa
el alma ansiosa,
dulce embriaguez:
¡la Gloria es!

Tercera voz

Ascua encendida es el tesoro,
sombra que huye la vanidad.
Todo es mentira: la gloria, el oro;
lo que yo adoro
sólo es verdad:
¡la Libertad!

Así los barqueros pasaban cantando
la eterna canción
y, al golpe del remo, saltaba la espuma
y heríala el sol.

–¿Te embarcas?, gritaban; y yo sonrïendo
les dije al pasar:
–Yo ya me he embarcado; por señas que aún tengo
a ropa en la playa tendida a secar.


[73]

Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos,
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.

La luz que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho;
y entre aquella sombra
veíase a intérvalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.

Despertaba el día,
y, a su albor primero,
con sus mil ruidos,
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas,
yo pensé un momento:

–¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!

De la casa, en hombros,
lleváronla al templo
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.

Al dar de las Ánimas
el toque postrero,
acabó una vieja
sus últimos rezos;
cruzó la ancha nave,
las puertas gimieron,
y el santo recinto
quedóse desierto.

De un reloj se oía
compasado el péndulo,
y de algunos cirios
el chisporroteo.
Tan medroso y triste,
tan oscuro y yerto,
todo se encontraba
que pensé un momento:

–¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!

De la alta campana
la lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero.
El luto en las ropas,
amigos y deudos
cruzaron en fila
formando el cortejo.

Del último asilo,
oscuro y estrecho,
abrió la piqueta
el nicho a un extremo.
Allí la acostaron,
tapiáronle luego
y con un saludo
despidióse el duelo.

La piqueta al hombro
el sepulturero,
cantando entre dientes,
se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
reinaba el silencio;
perdido en las sombras,
yo pensé un momento:

–¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!

En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a veces me acuerdo.

Allí cae la lluvia
con un son eterno;
allí la combate
el soplo del cierzo.
Del húmedo muro
tendido en el hueco,
¡acaso de frío
se hielan sus huesos...!

¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es vil materia,
podredumbre y cieno?
No sé pero hay algo
que explicar no puedo,
que al par nos infunde
repugnancia y duelo,
al dejar tan tristes,
tan solos los muertos!


[74]

Las ropas desceñidas,
desnudas las espadas,
en el dintel de oro de la puerta
dos ángeles velaban.

Me aproximé a los hierros
que defienden la entrada,
y de las dobles rejas en el fondo
la vi confusa y blanca.

La vi como la imagen
que en leve ensueño pasa,
como rayo de luz tenue y difuso
que entre tinieblas nada.

Me sentí de un ardiente
deseo llena el alma;
como atrae un abismo, aquel misterio
hacia sí me arrastraba.

Mas ¡ay! que, de los ángeles,
parecían decirme las miradas:
–El umbral de esta puerta
sólo Dios lo traspasa.


[75]

¿Será verdad que, cuando toca el sueño,
con sus dedos de rosa, nuestros ojos,
de la cárcel que habita huye el espíritu
en vuelo presuroso?

¿Será verdad que, huésped de las nieblas,
de la brisa nocturna al tenue soplo,
alado sube a la región vacía
a encontrarse con otros?

¿Y allí desnudo de la humana forma,
allí los lazos terrenales rotos,
breves horas habita de la idea
el mundo silencioso?

¿Y ríe y llora y aborrece y ama
y guarda un rastro del dolor y el gozo,
semejante al que deja cuando cruza
el cielo un meteoro?

Yo no sé si ese mundo de visiones
vive fuera o va dentro de nosotros.
Pero sé que conozco a muchas gentes
a quienes no conozco.


[76]

En la imponente nave
del templo bizantino,
vi la gótica tumba a la indecisa
luz que temblaba en los pintados vidrios.

Las manos sobre el pecho,
y en las manos un libro,
una mujer hermosa reposaba
sobre la urna, del cincel prodigio.

Del cuerpo abandonado,
al dulce peso hundido,
cual si de blanda pluma y raso fuera,
se plegaba su lecho de granito.

De la sonrisa última
el resplandor divino
guardaba el rostro, como el cielo guarda
del sol que muere el rayo fugitivo.

Del cabezal de piedra
sentados en el filo,
dos ángeles, el dedo sobre el labio,
imponían silencio en el recinto.

No parecía muerta;
de los arcos macizos
parecía dormir en la penumbra,
y que en sueños veía el paraíso.

Me acerqué de la nave
al ángulo sombrío
con el callado paso que llegamos
junto a la cuna donde duerme un niño.

La contemplé un momento,
y aquel resplandor tibio,
aquel lecho de piedra que ofrecía
próximo al muro otro lugar vacío,
en el alma avivaron
la sed de lo infinito,
el ansia de esa vida de la muerte
para la que un instante son los siglos...

Cansado del combate
en que luchando vivo,
alguna vez me acuerdo con envidia
de aquel rincón oscuro y escondido.

De aquella muda y pálida
mujer me acuerdo y digo:
–¡Oh, qué amor tan callado, el de la muerte!
¡Qué sueño el del sepulcro, tan tranquilo!

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