EL SOMBRERO DE TRES PICOS (I)

de PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN

Historia verdadera de un sucedido que anda en romances,
escrita ahora tal y como pasó

Al señor D. José Salvador de Salvador dedico esta obra.

Año de 1874.

PREFACIO DEL AUTOR

Pocos españoles, aun contando a los menos sabios y leídos, desconocerán la historieta vulgar que sirve de fundamento a la presente obrilla.

Un zafio pastor de cabras, que nunca había salido de la escondida Cortijada en que nació, fue el primero a quien nosotros se la oímos referir. Era el tal uno de aquellos rústicos sin ningunas letras, pero naturalmente ladinos y bufones, que tanto papel hacen en nuestra literatura nacional con el dictado de pícaros. Siempre que en la Cortijada había fiesta, con motivo de boda o bautizo, o de solemne visita de los amos, tocábale a él poner los juegos de chasco y pantomima, hacer las payasadas y recitar los Romances y Relaciones; y precisamente en una ocasión de estas (hace ya casi toda una vida..., es decir, hace ya más de treinta y cinco años) tuvo a bien deslumbrar y embelesar cierta noche nuestra inocencia (relativa) con el cuento en verso de EL CORREGIDOR Y LA MOLINERA, o sea de EL MOLINERO Y LA CORREGIDORA, que hoy ofrecemos nosotros al público bajo el nombre más trascendental y filosófico (pues así lo requiere la gravedad de estos tiempos) de EL SOMBRERO DE TRES PICOS.

Recordamos, por señas, que cuando el pastor nos dio tan buen rato, las muchachas casaderas allí reunidas se pusieron muy coloradas, de donde sus madres dedujeron que la historia era algo verde, por lo cual pusieron ellas al pastor de oro y azul; pero el pobre Repela (así se llamaba el pastor) no se mordió la lengua, y contestó diciendo: que no había por qué escandalizarse de aquel modo pues nada resultaba de su Relación que no supiesen hasta las monjas y hasta las niñas de cuatro años...

–Y si no, vamos a ver–preguntó el cabrero–: ¿ qué se saca en claro de la historia de EL CORREGIDOR Y LA MOLINERA? ¡Que los casados duermen juntos, y que a ningún marido le acomoda que otro hombre duerma con su mujer! ¡Me parece que la noticia!... –¡Pues es verdad!–respondieron las madres, oyendo las carcajadas de sus hijas.

–La prueba de que el tío Repela tiene razón–observó en esto el padre del novio–, es que todos los chicos y grandes aquí presentes se han enterado ya de que esta noche, así que se acabe el baile, Juanete y Manolita estrenarán esa hermosa cama de matrimonio que la tía Gabriela acaba de enseñar a nuestras hijas para que admiren los bordados de los almohadones...

–¡Hay más–dijo el abuelo de la novia–: hasta en el libro de la Doctrina y en los mismos Sermones se habla a los niños de todas estas cosas tan naturales, al ponerlos al corriente de la larga esterilidad de Nuestra Señora Santa Ana de la virtud del casto José, de la estratagema de Judit, y de otros muchos milagros que no recuerdo ahora. Por consiguiente, señores...

–¡Nada, nada, tío Repela–exclamaron valerosamente las muchachas–. ¡Diga usted otra vez su Relación; que es muy divertida!

–¡Y hasta muy decente!–continuó el abuelo. Pues en ella no se aconseja a nadie que sea malo; ni se le enseña a serlo; ni queda sin castigo el que lo es...

–¡Vaya, repítala usted!–dijeron al fin consistorialmente las madres de familia.

El tío Repela volvió entonces a recitar el Romance; y, considerado ya su texto por todos a la luz de aquella crítica tan ingenua, hallaron que no había pero que ponerle; lo cual equivale a decir que le concedieron las licencias necesarias.

* * *

Andando los años, hemos oído muchas y muy diversas versiones de aquella misma aventura de EL MOLINERO Y LA CORREGIDORA, siempre de labios de graciosos de aldea y de cortijo, por el orden del ya difunto Repela, y además la hemos leído en letras de molde en diferentes Romances de ciego y hasta en el famoso Romancero del inolvidable don Agustín Durán.

El fondo del asunto resulta idéntico: tragicómico, zumbón y terriblemente epigramático, como todas las lecciones dramáticas de moral de que se enamora nuestro pueblo; pero la forma, el mecanismo accidental, los procedimientos casuales, difieren mucho, muchísimo, del relato de nuestro pastor, tanto, que este no hubiera podido recitar en la Cortijada ninguna de dichas versiones, ni aun aquellas que corren impresas, sin que antes se tapasen los oídos las muchachas en estado honesto, o sin exponerse a que sus madres le sacaran los ojos. ¡A tal punto han extremado y pervertido los groseros patanes de otras provincias el caso tradicional que tan sabroso, discreto y pulcro resultaba en la versión del clásico Repela!

Hace, pues, mucho tiempo que concebimos el propósito de restablecer la verdad de las cosas, devolviendo a la peregrina historia de que se trata su primitivo carácter, que nunca dudamos fuera aquel en que saliera mejor librado el decoro. Ni ¿cómo dudarlo? Esta clase de Relaciones, al rodar por las manos del vulgo, nunca se desnaturalizan para hacerse más bellas, delicadas y decentes, sino para estropearse y percudirse al contacto de la ordinariez y la chabacanería.

Tal es la historia del presente libro... Conque metámonos ya en harina; quiero decir, demos comienzo a la Relación de EL CORREGIDOR Y LA MOLINERA, no sin esperar de tu sano juicio (¡oh, respetable público!) que "después de haberla leído y héchote más cruces que si hubieras visto al demonio (como dijo EsTEBANlLLo GoNzÁLEz al principiar la suya), la tendrás por digna y merecedora de haber salido a luz". Julio de 1874.

I

DE CUÁNDO SUCEDIÓ LA COSA

Comenzaba este largo siglo, que ya va de vencida. No se sabe fijamente el año: solo consta que era después del de 4 y antes del de 8.

Reinaba, pues, todavía en España don Carlos IV de Borbón; por la gracia de Dios, según las monedas, y por olvido o gracia especial de Bonaparte, según los boletines franceses. Los demás soberanos europeos descendientes de Luis XIV habían perdido ya la corona (y el Jefe de ellos la cabeza) en la deshecha borrasca que corría esta envejecida parte del mundo desde 1789.

Ni paraba aquí la singularidad de nuestra patria en aquellos tiempos. El Soldado de la Revolución, el hijo de un oscuro abogado corso, el vencedor en Rivoli, en las Pirámides, en Marengo y en otras cien batallas, acababa de ceñirse la corona de Carlo Magno y de transfigurar completamente la Europa, creando y suprimiendo naciones, borrando fronteras, inventando dinastías y haciendo mudar de forma, de nombre, de sitio, de costumbres y hasta de traje a los pueblos por donde pasaba en su corcel de guerra como un terremoto animado, o como el "Antecristo" que le llamaban las Potencias del Norte... Sin embargo, nuestros padres (Dios los tenga en su santa Gloria), lejos de odiarlo o de temerle, complacíanse aún en ponderar sus descomunales hazañas, como si se tratase del héroe de un Libro de Caballerías, o de cosas que sucedían en otro planeta, sin que ni por asomos recelasen que pensara nunca en venir por acá a intentar las atrocidades que había hecho en Francia, Italia, Alemania y otros países. Una vez por semana (y dos a lo sumo) llegaba el correo de Madrid a la mayor parte de las poblaciones importantes de la Península, llevando algún número de la Gaceta (que tampoco era diaria), y por ella sabían las personas principales (suponiendo que la Gaceta hablase del particular) si existía un Estado más o menos allende el Pirineo, si se había reñido otra batalla en que peleasen seis u ocho Reyes y Emperadores, y si Napoleón se hallaba en Milán, en Bruselas o en Varsovia... Por lo demás, nuestros mayores seguían viviendo a la antigua española, sumamente despacio, apegados a sus rancias costumbres, en paz y en gracia de Dlos, con su Inquisición y sus Frailes, con su pintoresca desigualdad ante la Ley, con sus privilegios, fueros y exenciones personales con su carencia de toda libertad municipal o política, gobernados simultáneamente por insignes Obispos y poderosos Corregidores (cuyas respectivas potestades no era muy fácil deslindar, pues unos y otros se metían en lo temporal y en lo eterno), y pagando diezmos, primicias, alcabalas, subsidios, mandas y limosnas forzosas, rentas, rentillas, capitaciones, tercias reales, gabelas, frutos civiles, y hasta cincuenta tributos más, cuya nomenclatura no viene a cuento ahora.

Y aquí termina todo lo que la presente historia tiene que ver con la militar y política de aquella época; pues nuestro único objeto, al referir lo que entonces sucedía en el mundo, ha sido venir a parar a que el año de que se trata (supongamos que el de 1805) imperaba todavía en España el antiguo régimen en todas las esferas de la vida pública y particular, como si, en medio de tantas novedades y trastornos, el Pirineo se hubiese convertido en otra Muralla de la China.

II

DE CÓMO VIVÍA ENTONCES LA GENTE

En Andalucía, por ejemplo (pues precisamente aconteció en una ciudad de Andalucía lo que vais a oír), las personas de suposición continuaban levantándose muy temprano; yendo a la Catedral a Misa de prima; aunque no fuese día de precepto: almorzando, a las nueve, un huevo frito y una jíraca de chocolate con picatostes; comiendo, de una a dos de la tarde, puchero y principio, si había caza, y, si no, puchero solo; durmiendo la siesta después de comer, paseando luego por el campo; yendo al Rosario, entre dos luces, a su respectiva parroquia; tomando otro chocolate a la Oración (éste con bizcochos); asistiendo los muy encopetados a la tertulia del Corregidor, del Deán, o del título que residía en el pueblo; retirándose a casa a las Ánimas; cerrando el portón antes del toque de la queda; cenando ensalada y guisado por antonomasia, si no habían entrado boquerones frescos, y acostándose incotinenti con su señora (los que la tenían), no sin hacerse calentar primero la cama durante nueve meses del año.. .

¡Dichosísimo tiempo aquel en que nuestra tierra seguía en quieta y pacífica posesión de todas las telarañas, de todo el polvo, de toda la polilla, de todos los respetos, de todas las creencias, de todas las tradiciones, de todos los usos y de todos los abusos santificados por los siglos! ¡Dichosísimo tiempo aquel en que había en la sociedad humana variedad de clases, de afectos y de costumbres! ¡Dichosísimo tiempo, digo..., para los poetas especialmente, que encontraban un entremés, un sainete, una comedia, un drama, un auto sacramental o una epopeya detrás de cada esquina, en vez de esta prosaica umformidad y desabrido realismo que nos legó al cabo la Revolución Francesa! ¡Dichosísimo tiempo, sí!...

Pero esto es volver a las andadas. Basta ya de generalidades y de circunloquios, y entremos resueltamente en la historia del Sombrero de tres picos.

III

DO UT DES

En aquel tiempo, pues, había cerca de la ciudad *** un famoso molino harinero (que ya no existe), situado como a un cuarto de legua de la población, entre el pie de suave colina poblada de guindos y cerezos y una fertilísima huerta que servía de margen (y algunas veces de lecho) al titular intermitente y traicionero río.

Por varias y diversas razones, hacía ya algún tiempo que aquel molino era el predilecto punto de llegada y descanso de los paseantes más caracterizados de la mencionada ciudad... Primeramente, conducía a él un camino carretero, menos intransitable que los restantes de aquellos contornos. En segundo lugar, delante del molino había una plazoletilla empedrada, cubierta por un parral enorme, debajo del cual se tomaba muy bien el fresco en el verano y el sol en el invierno, merced a la alternada ida y venida de los pámpanos... En tercer lugar, el Molinero era un hombre muy respetuoso, muy discreto, muy fino, que tenía lo que se llama don de gentes, y que obsequiaba a los señores que solían honrarlo con su tertulia vespertina ofreciéndoles... lo que daba el tiempo, ora habas verdes, ora cerezas y guindas, ora lechugas en rama y sin sazonar (que están muy buenas cuando se las acompaña de macarros de pan de aceite; macarros que se encargaban de enviar por delante sus señorías), ora melones, ora uvas de aquella misma parra que les servía de dosel, ora rosetas de maiz, si era invierno y castañas asadas, y almendras, y nueces, y de vez en cuando, en las tardes frías, un trago de vino de pulso (dentro ya de la casa y al amor de la lumbre), a lo que por Pascuas se solía añadir algún pestiño, algún mantecado, algun rosco o alguna lonja de jamón alpujarreño.

–¿Tan rico era el Molinero, o tan imprudentes sus tertulianos?–exclamaréis interrumpiéndome.

Ni lo uno ni lo otro. El Molinero solo tenía un pasar, y aquellos caballeros eran la delicadeza y el orgullo personificados. Pero en unos tiempos en que se pagaban cincuenta y tantas contribuciones diferentes a la Iglesia y al Estado, poco arriesgaba un rústico de tan claras luces como aquél en tenerse ganada la voluntad de Regidores, Canónigos, Frailes, Escribanos y demás personas de campanillas. Así es que no faltaba quien dijese que el tío Lucas (tal era el nombre del Molinero) se ahorraba un dineral al año a fuerza de agasajar a todo el mundo.

–"Vuestra Merced me va a dar una puertecilla vieja de la casa que ha derribado", decíale a uno. "Vuestra Señoría–decíale a otro–va a mandar que me rebajen el subsidido, o la alcabala, o la contribución de frutos-civiles." "Vuestra Reverencia me va a dejar coger en la huerta del Convento una poca hoja para mis gusanos de seda." "Vuestra Ilustrísima me va a dar permiso para traer una poca leña del monte X." "Vuestra Paternidad me va a poner dos letras para que me permitan cortar una poca de madera en el pinar H." "Es menester que me haga Usarcé una escriturilla que no me cueste nada." "Este año no puedo pagar el censo." "Espero que el pleito se falle a mi favor." "Hoy le he dado de bofetadas a uno, y creo que debe ir a la cárcel por haberme provocado." "¿Tendría su Merced tal cosa de sobra?" "¿Le sirve a Usted de algo tal otra?" "¿Me puede prestar la mula?" "¿Tiene ocupado mañana el carro?" "¿Le parece que envíe por el burro ?"

Y estas canciones se repetían a todas horas, obteniendo siempre por contestación un generoso y desinteresado... "Como se pide."

Conque ya veis que el tío Lucas no estaba en camino de arruinarse.

IV

UNA MUJER VISTA POR FUERA

La última y acaso la más poderosa razón que tenía el serorío de la Ciudad para frecuentar por las tardes el molino del tío Lucas, era... que, así los clérigos como los seglares, empezando por el señor Obispo y el señor Corregidor, podían contemplar allí a sus anchas una de las obras más bellas, graciosas y admirables que hayan salido jamás de las manos de Dios, llamado entonces el Ser Supremo por Jovellanos y toda la escuela afrancesada de nuestro país...

Esta obra... se denominaba "la señá Frasquita".

Empiezo por responderos de que la señá Frasquita, legítima esposa del tío Lucas, era una mujer de bien, y de que así lo sabían todos los ilustres visitantes del molino. Digo más: ninguno de éstos daba muestras de considerarla con ojos de varón ni con trastienda pecaminosa. Admirábanla, sí, y requebrábanla en ocasiones (delante de su marido, por supuesto), lo mismo los frailes que los caballeros, los canónigos que los golillas, como un prodigio de belleza que honraba a su Criador, y como una diablesa de travesura y coquetería, que alegraba inocentemente los espíritus más melancólicos. "Es un hermoso animal", solía decir el virtuosísimo Prelado. "Es una estatua de la antigüedad helénica", observaba un Abogado muy erudito, Académico correspondiente de la Historia. "Es la propia estampa de Eva", prorrumpía el Prior de los Franciscanos. "Es una real moza", exclamaba el Coronel de milicias. "Es una sierpe, una sirena, ¡un demonio!", añadía el Corregidor. "Pero es una buena mujer, es un ángel, es una criatura, es una chiquilla de cuatro años", acababan por decir todos, al regresar del molino atiborrados de uvas o de nueces, en busca de sus tétricos y metódicos hogares.

La chiquilla de cuatro años, esto es, la señá Frasquita, frisaría en los treinta. Tenía más de dos varas de estatura, y era recia a proporción, o quizá más gruesa todavía de lo correspondiente a su arrogante talla. Parecía una Niobe colosal, y eso que no había tenido hijos: parecía un Hércules... hembra; parecía una matrona romana de las que aún hay ejemplares en el Trastevere. Pero lo más notable en ella era la movilidad, la ligereza, la animación, la gracia de su respetable mole. Para ser una estatua, como pretendía el académico, le faltaba el reposo monumental. Se cimbraba como un junco, giraba como una veleta, bailaba como una peonza. Su rostro era más movible todavía, y, por lo tanto, menos escultural. Avivábanlo donosamente hasta cinco hoyuelos: dos en una mejilla, otro en otra, otro, muy chico, cerca de la comisura izquierda de sus rientes labios, y el último, muy grande, en medio de su redonda barba. Añadid a esto los picarescos mohines, los graciosos guiños y las varias posturas de cabeza que amenizaban su conversación, y formaréis idea de aquella cara llena de sal y de hermosura y radiante siempre de salud y alegría.

Ni la señá Frasquita ni el tío Lucas eran andaluces: ella era navarra y él murciano. El había ido a la ciudad de ***, a la edad de quince años, como medio paje, medio criado del Obispo anterior al que entonces gobernaba aquella Iglesia. Educábalo su protector para clérigo, y tal vez con esta mira y para que no careciese de congrua, dejóle en su testamento el molino; pero el tío Lucas, que a la muerte de Su Ilustrísima no estaba ordenado más que de menores ahorcó los hábitos en aquel punto y hora, y sentó plaza de soldado, más ganoso de ver mundo y correr aventuras que de decir Misa o de moler trigo. En 1793 hizo la campaña de los Pirineos Occidentales, como Ordenanza del valiente General don Ventura Caro; asistió al asalto de Castillo Piñón, y permaneció luego largo tiempo en las provincias del Norte, donde tomó la licencia absoluta. En Estella conoció a la señá Frasquita, que entonces sólo se llamaba Frasquita; la enamoró se casó con ella, y se la llevó a Andalucía en busca de aquel molino que había de verlos tan pacíficos y dichosos durante el resto de su peregrinación por este valle de lágrimas y risas.

La señá Frasquita, pues, trasladada de Navarra a aquella soledad, no había adquirido ningún hábito andaluz, y se diferenciaba mucho de las mujeres campesinas de los contornos. Vestía con más sencillez, desenfado y elegancia que ellas; lavaba más sus carnes, y permitía al sol y al aire acariciar sus arremangados brazos y su descubierta garganta. Usaba, hasta cierto punto, el traje de las señoras de aquella época, el traje de las mujeres de Goya, el traje de la reina María Luisa: si no falda de medio paso, falda de un paso solo, sumamente corta, que dejaba ver sus menudos pies y el arranque de su soberana pierna: llevaba el escote redondo y bajo, al estilo de Madrid, donde se detuvo dos meses con su Lucas al trasladarse de Navarra a Andalucía; todo el pelo recogido en lo alto de la coronilla, lo cual dejaba campear la gallardía de su cabeza y de su cuello; sendas arracadas en las diminutas orejas, y muchas sortijas en los afilados dedos de sus duras pero limpias manos. Por último: la voz de la señá Frasquita tenía todos los tonos del más extenso y melodioso instrumento, y su carcajada era tan alegre y argentina, que parecía un repique de Sábado de Glorla.

Retratemos ahora al tío Lucas.

V

UN HOMBRE VISTO POR FUERA Y POR DENTRO

El tío Lucas era más feo que Picio. Lo había sido toda su vida, y ya tenía cerca de cuarenta años. Sin embargo, pocos hombres tan simpáticos y agradables habrá echado Dios al mundo. Prendado de su viveza, de su ingenio y de su gracia, el difunto Obispo se lo pidió a sus padres, que eran pastores, no de almas, sino de verdaderas ovejas. Muerto Su Ilustrísima, y dejado que hubo el mozo el Seminario por el Cuartel, distinguióle entre todo su Ejército el General Caro, y lo hizo su Ordenanza más íntimo, su verdadero criado de campaña. Cumplido, en fin, el empeño militar, fuele tan fácil al tío Lucas rendir el corazón de la señá Frasquita, como fácil le había sido captarse el aprecio del General y del Prelado. La navarra, que tenía a la sazón veinte abriles, y era el ojo derecho de todos los mozos de Estella, algunos de ellos bastante ricos, no pudo resistir a los continuos donaires, a las chistosas ocurrencias, a los ojillos de enamorado mono y a la bufona y constante sonrisa llena de malicia, pero también de dulzura, de aquel murciano tan atrevido tan locuaz, tan avisado, tan dispuesto, tan valiente y tan gracioso, que acabó por trastornar el juicio, no sólo a la codiciada beldad, sino también a su padre y a su madre.

Lucas era en aquel entonces, y seguía siendo en la fecha a que nos referimos, de pequeña estatura (a los menos con relación a su mujer), un poco cargado de espaldas, muy moreno, barbilampiño, narigón, orejudo y picado de viruelas. En cambio, su boca era regular y su dentadura inmejorable. Dijérase que sólo la corteza de aquel hombre era tosca y fea; que tan pronto como empezaba a penetrarse dentro de él aparecían sus perfecciones, y que estas perfecciones principiaban en los dientes. Luego venía la voz, vibrante, elástica, atractiva; varonil y grave algunas veces, dulce y melosa cuando pedía algo, y siempre difícil de resistir. Llegaba después lo que aquella voz decía: todo oportuno, discreto, ingenioso, persuasivo... Y, por último, en el alma del tío Lucas había valor, lealtad, honradez, sentido común, deseo de saber y conocimientos instintivos o empíricos de muchas cosas, profundo desdén a los necios, cualquiera que fuese su categoría social, y cierto espíritu de ironía, de burla y de sarcasmo, que le hacían pasar, a los ojos del Académico, por un don Francisco de Quevedo en bruto.

Tal era por dentro y por fuera el tío Lucas.

VI

HABILIDADES DE LOS DOS CONYUGES

Amaba, pues, locamente la señá Frasquita al tío Lucas, y considerábase la mujer más feliz del mundo al verse adorada por él. No tenían hijos, según que ya sabemos, y habíase consagrado cada uno a cuidar y mimar al otro con esmero indecible, pero sin que aquella tierna solicitud ostentase el carácter sentimental y empalagoso, por lo zalamero, de casi todos los matrimonios sin sucesión. Al contrario tratábanse con una llaneza, una alegría, una broma y una confianza semejantes a las de aquellos niños, camaradas de juegos y de diversiones, que se quieren con toda el alma sin decírselo jamás, ni darse a sí mismos cuenta de lo que sienten.

¡Imposible que haya habido sobre la tierra molinero mejor peinado, mejor vestido, más regalado en la mesa, rodeado de más comodidades en su casa, que el tío Lucas! ¡Imposible que ninguna molinera ni ninguna reina haya sido objeto de tantas atenciones, de tantos agasajos, de tantas finezas como la seña Frasquita! ¡Imposible también que ningún molino haya encerrado tantas cosas necesarias, útiles, agradables, recreativas y hasta superfluas, como el que va a servir de teatro a casi toda la presente historia!

Contribuía mucho a ello que la señá Frasquita, la pulcra, hacendosa, fuerte y saludable navarra, sabía, quería y podía guisar, coser, bordar, barrer, hacer dulce, lavar, planchar, blanquear la casa, fregar el cobre, amasar, tejer, hacer media, cantar, bailar, tocar la guitarra y los palillos, jugar a la brisca y al tute, y otras muchísimas cosas cuya relación fuera interminable. Y contribuía no menos al mismo resultado el que el tío Lucas sabía, quería y podía dirigir la molienda, cultivar el campo, cazar, pescar, trabajar de carpintero, de herrero y de albañil, ayudar a su mujer en todos los quehaceres de la casa, leer, escribir, contar, etc., etc.

Y esto sin hacer mención de los ramos de lujo, o sea de sus habilidades extraordinarias.

Por ejemplo: el tío Lucas adoraba las flores (lo mismo que su mujer), y era floricultor tan consumado, que había conseguido producir ejemplares nuevos, por medio de laboriosas combinaciones. Tenía algo de Ingeniero natural, y lo había demostrado construyendo una presa, un sifón y un acueducto que triplicaron el agua del molino. Había enseñado a bailar a un perro, domesticado una culebra, y hecho que un loro diese la hora por medio de gritos, según las iba marcando un reloj de sol que el molinero había trazado en una pared; de cuyas resultas, el loro daba ya la hora con toda precisión, hasta en los días nublados y durante la noche.

Finalmente: en el molino había una huerta, que producía toda clase de frutas y legumbres; un estanque encerrado en una especie de quiosco de jazmines, donde se bañaban en verano el tío Lucas y la señá Frasquita; un jardín; una estufa o invernadero para las plantas exóticas; una fuente de agua potable; dos burras en que el matrimonio iba a la ciudad o a los pueblos de las cercanías; gallinero, palomar, pajarera, criadero de peces, criadero de gusanos de seda; colmenas, cuyas abejas libaban en los jazmines; jaraíz o lagar, con su bodega correspondiente, ambas cosas en miniatura; horno, telar, fragua, taller de carpintería, etc., etc., todo ello reducido a una casa de ocho habitaciones y a dos fanegas de tierra, y tasado en la cantidad de diez mil reales.

VII

EL FONDO DE LA FELICIDAD

Adorábanse, sí, locamente el molinero y la molinera, y aún se hubiera creído que ella lo quería más a él que él a ella, no obstante ser él tan feo y ella tan hermosa. Dígolo porque la señá Frasquita solía tener celos y pedirle cuentas al tío Lucas cuando éste tardaba mucho en regresar de la ciudad o de los pueblos adonde iba por grano, mientras que el tío Lucas veía hasta con gusto las atenciones de que era objeto la señá Frasquita por parte de los señores que frecuentaban el molino; se ufanaba y regocijaba de que a todos les agradase tanto como a él, y, aunque comprendía que en el fondo del corazón se la envidiaban algunos de ellos, la codiciaban como simples mortales y hubieran dado cualquier cosa porque fuera menos mujer de bien, la dejaba sola días enteros sin el menor cuidado, y nunca le preguntaba luego qué había hecho ni quién había estado allí durante su ausencia...

No consistía aquello, sin embargo, en que el amor del tío Lucas fuese menos vivo que el de la señá Frasquita. Consistía en que él tenía más confianza en la virtud de aquélla que ella en la de él; consistía en que él la aventajaba en penetración y sabía hasta qué punto era amado y cuánto se respetaba su mujer a sí misma; y consistía principalmente en que el tío Lucas era todo un hombre: un hombre como el de Shakespeare, de pocos e indivisibles sentimientos; incapaz de dudas, que creía o moría; que amaba o mataba; que no admitía gradación ni tránsito entre la suprema felicidad y el exterminio de su dicha.

Era, en fin, un Otelo de Murcia, con alpargatas y montera, en el primer acto de una tragedia posible...

Pero ¿a qué estas notas lúgubres en una tonadilla alegre? ¿A qué estos relámpagos fatídicos en una atmósfera tan serena? ¿A qué estas actitudes melodramáticas en un cuadro de género?

Vais a saberlo inmediatamente.

Parte II